sábado, 31 de diciembre de 2011

Había una vez un leñador muy, muy pobre que vivía junto a un enorme bosque con su esposa y sus dos hijos: un niño y una niña. El niño se llamaba Hansel, y la niña, Gretel. Siempre andaban faltos de todo y llegó un día en que la cosecha fue tan escasa que el leñador ni siquiera tenía suficiente comida para dar a su familia el pan de cada día. Cierta noche en que no podía dormirse, tantas eran sus preocupaciones, despertó a su esposa para hablar con ella.

¿Qué va a ser de nosotros? -le dijo-. ¿Cómo vamos a alimentar a nuestros hijos si ni siquiera hay bastante para los dos?

-Te diré lo que podemos hacer, esposo mío -respondió la mujer-. Mañana temprano llevaremos a los niños a la parte más espesa del bosque, encenderemos una hoguera y les daremos un trozo de pan, luego nos iremos a trabajar y los dejaremos allí solos. No podrán encontrar el camino de vuelta a casa y nos libraremos de ellos.

-No, mujer -dijo el leñador-. Me niego a hacer algo así. ¿Crees acaso que tengo el corazón de piedra? Los animales salvajes los olerían enseguida y los devorarían.

-¡Qué tonto eres! -exclamó la mujer-. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Nos morimos de hambre los cuatro? Muy bien, no lo hagamos, pero entonces vete cortando madera para hacer cuatro ataúdes -dijo, y no lo dejó tranquilo hasta que consiguió convencerlo.

Los niños, que no podían dormirse a causa del hambre, escucharon las palabras de su madrastra. Gretel se puso a llorar amargamente.

-Estamos perdidos -le dijo a su hermano. -No -dijo Hansel-. No tengas miedo, encontraré la manera de escapar.

Y en efecto, en cuanto oyó roncar a sus padres, se levantó, se puso el abrigo y salió por la puerta de atrás. Era noche de luna llena y las piedrecitas que había a la entrada de la casa brillaban como si fueran de plata. Hansel se agachó y cogió cuantas le cabían en los bolsillos. Luego volvió a entrar.

-Tranquilízate, mi querida hermana -le dijo a Gretel-, y vete a dormir. Dios no nos abandonará -dijo, y se metió en la cama de nuevo.

Al día siguiente, antes incluso de que saliera el Sol, la mujer se acercó a despertar a los niños.

-¡Arriba, perezosos, nos vamos al bosque a cortar leña! -dijo y les dio a cada uno un trozo de pan-. Aquí tenéis, para desayunar. Y no os lo comáis todo que no hay más.

Gretel metió los dos trozos en su abrigo, puesto que Hansel tenía los bolsillos llenos de piedrecitas. Al cabo de unos minutos, emprendieron la marcha.

Después de caminar un trecho, Hansel se detuvo y miró hacia la casa, maniobra que repetía cada cierto tiempo.

-¡Hansel! -le dijo una de ellas su padre-. ¿Qué estás mirando? No te quedes atrás, podrías perderte.

-Estaba mirando a mi gato, que me saludaba con la pata desde el tejado -dijo Hansel.

-Pero qué burro eres -intervino la mujer de su padre-. No es tu gato, es el Sol, que se refleja en la chimenea.

Pero en realidad Hansel no había visto a su gato, ni siquiera se había fijado en la casa; se volvía de espaldas para dejar caer una piedrecita blanca.

Al llegar a la parte más densa del bosque, el padre dijo:

-Ahora, hijos, id a buscar leña, voy a encender un fuego para que no os quedéis fríos.

Hansel y Gretel reunieron leña suficiente para hacer una pila del tamaño de una pequeña colina. Su padre le prendió fuego y en el momento en que comenzó a arder, fue la mujer la que se dirigió a los niños:

-Ahora tumbaos junto a la hoguera, niños. Vuestro padre y yo vamos a cortar leña. Cuando terminemos, vendremos a buscaros.

Hansel y Gretel se sentaron junto al fuego y a mediodía comieron sus trozos de pan. Oían los golpes del hacha, de modo que pensaban que su padre estaba cerca. Sin embargo, no se trataba del hacha. El leñador había atado una rama a un árbol y el viento hacía que golpeara contra el tronco seco del mismo. Como llevaban mucho tiempo allí quietos, acabaron por cerrárseles los ojos y se quedaron dormidos. Cuando despertaron era noche cerrada. Gretel empezó a llorar.

-¿Cómo vamos a salir de este bosque? -decía.

Hansel la consoló.

-Vamos a esperar a que la Luna esté en lo alto del cielo -le dijo- y encontraremos el camino.

En efecto, cuando la Luna comenzó a elevarse en el cielo, el niño cogió a su hermana de la mano y los dos siguieron el camino que les señalaban las piedras blancas. Caminaron durante toda la noche y al amanecer llegaron a su casa. Llamaron a la puerta y les abrió su madrastra, diciendo: -Niños, qué malos sois. ¿Por qué habéis dormido durante tanto tiempo? Ya pensábamos que no volveríais.

El leñador, sin embargo, se alegró muchísimo de ver a sus hijos. Su conciencia no le había dejado dormir.

Pero los tiempos de escasez no habían pasado y los niños, desde su cama, volvieron a oír una conversación entre su padre y su mujer.

-Ya nos lo hemos comido todo, sólo nos queda media hogaza de pan. Tenemos que deshacernos de los niños. Esta vez los llevaremos más lejos, para que no puedan encontrar el camino de vuelta. No hay otra manera de salvarnos.

El leñador sintió un gran peso en el corazón. "Preferiría compartir con ellos lo poco que nos queda", se dijo, pero sabía que su esposa no escucharía sus argumentos y se limitaría a burlarse de él. El hombre que cede una sola vez está acabado, y como el leñador había cedido anteriormente, ahora se veía obligado a hacerlo de nuevo.

Pero como los niños estaban despiertos y oyeron la conversación, Hansel se levantó en cuanto sus padres se quedaron dormidos. Pretendía salir para recoger piedrecitas, como la vez anterior, pero en esta ocasión la mujer había cerrado la puerta con llave y el niño no pudo salir. Sin embargo, consoló a su hermana diciéndole:

-No llores, Gretel, y sigue durmiendo. Seguro que Dios nos ayuda.

A primera hora de la mañana, la mujer fue a despertar a los niños. Estos recibieron un trozo de pan cada uno, un trozo todavía más pequeño que en la anterior ocasión. Hansel lo partió en miguitas, y mientras se dirigían al bosque las iba echando por el camino.

-Hansel, ¿por qué te paras y miras hacia atrás? -le preguntó su padre.

-Estoy mirando a mi paloma, que está sobre el tejado, saludándome con las alas -dijo Hansel.

-¡Tonto! -dijo la mujer-. No es tu paloma, es el Sol, que se refleja en la chimenea.

La mujer los condujo a lo más profundo del bosque, más lejos que nunca, a un lugar en el que jamás habían estado. Volvieron a encender una hoguera, y la mujer dijo:

-Sentaos ahí, niños, y dormid si estáis cansados. Nosotros vamos al bosque a cortar madera. Volveremos por la tarde, cuando hayamos terminado.

A mediodía, Gretel compartió con Hansel su trozo de pan, puesto que éste había ido echando el suyo sobre el camino. Después se quedaron dormidos. Pasó la tarde, pero nadie fue a buscar a los pobres niños, que, por otra parte, no se despertaron hasta bien entrada la noche.

-No te preocupes -dijo Hansel consolando a su hermana-, en cuanto salga la Luna podremos ver las migas de pan que he ido dejando por el camino y así encontraremos el camino de vuelta a casa.

Salió la Luna por fin, pero los niños no pudieron encontrar el camino, pues los miles de pájaros que habitan en los bosques se habían ido comiendo las migas que Hansel había dejado.

-No importa -le dijo el niño a su hermana-, ya encontraremos la forma de regresar.

Desgraciadamente, esto no fue posible. Anduvieron durante toda la noche y todo el día siguiente, pero no pudieron encontrar un camino por el que pudieran salir del bosque. Pasaron mucha hambre, pues no encontraron nada de comer aparte de algunas bayas. Al final del día se encontraban tan agotados que sus piernas se negaban a seguir sosteniéndolos por más tiempo, de manera que se tumbaron debajo de un árbol y se durmieron.

Al tercer día desde que abandonaran la casa de su padre, volvieron a ponerse en marcha, pero sólo consiguieron internarse en el bosque cada vez más.

Pronto se percataron de que si no encontraban ayuda, muy pronto acabarían por perecer. A eso del mediodía vieron un precioso pájaro blanco posado en una rama. Tan dulce era su canto que se detuvieron a escucharlo. Cuando terminó de trinar levantó el vuelo y aleteó frente a ellos. Los niños lo siguieron, llegando a un casita sobre la que el pájaro se posó. Al aproximarse más a la casa, comprobaron que estaba hecha de pan y cubierta de pasteles, mientras que la única ventana que tenía era de azúcar transparente.

-¡Por fin podremos comer! -exclamó Hansel-. Yo comeré un poco del tejado, Gretel, y tú puedes comerte una parte de la ventana, seguro que está muy dulce -dijo, y estiró las manos para romper un trozo de tejado con el fin de probarlo. Gretel se acercó a la ventana y comenzó a lamerla.

En ese momento, se oyó una aguda voz que provenía del interior:

-Vaya, vaya, ratoncita. ¿Quién se come mi casita?

Los niños respondieron:

-La hija del cielo, señora, la tempestad, segadora.

Y siguieron comiendo sin inquietarse. Hansel, a quien le gustó mucho el techo de la casa, cogió un pedazo bien grande, mientras que Gretel tomó el panel de la ventana y se sentó para disfrutar más cómodamente de él. De repente, se abrió la puerta y se asomó por ella una anciana apoyada en un bastón. Hansel y Gretel se asustaron tanto que dejaron caer lo que tenían en las manos. La anciana, sin embargo, hizo un gesto con la cabeza y dijo:

-¡Oh, qué bien, unos niños! ¿Quién os traído hasta aquí, queridos? Pasad y sentaos conmigo, no tengáis miedo.

Cogió a ambos de la mano y los metió en su casa, dándoles una deliciosa comida: leche, pasteles azucarados, manzanas y nueces. Cuando terminaron se encontraron con que había dos preciosas camitas preparadas para ellos. Nada más meterse en la cama, Hansel y Gretel se quedaron dormidos como benditos.

La anciana se había comportado como la más amable de las anfitrionas, pero en realidad era una vieja bruja que había seguido muy de cerca a los niños pues debéis saber que las brujas tienen los ojos de color rojo y son cortas de vista, aunque, para compensar, y como los animales, tienen un sentido del olfato muy desarrollado, especialmente para oler a los humanos; de hecho, sólo había construido la casita de pan con la intención de atraparlos en sus redes. Siempre que alguien caía en su poder, lo mataba, lo cocía y se lo comía en un gran banquete.

-Ya los tengo, ahora no se me pueden escapar -se dijo la bruja en cuanto los vio dormidos.

Por la mañana temprano, antes de que los niños se despertaran, lo primero que hizo la bruja fue ir a ver su próximo manjar. Al ver sus rosadas mejillas, sus tiernas carnes, no pudo reprimir una sonrisa.

-Serán un bocado exquisito -se dijo y cogió a Hansel para llevarlo al establo, donde lo encerró.

Luego regresó a buscar a Gretel y la sacudió hasta despertarla.

-Levántate, perezosa, ve por agua y haz algo de comida para tu hermano. Cuando engorde, me lo comeré.

Gretel se echó a llorar, aunque de poco le sirvió, porque sabía que no le quedaba más remedio que hacer lo que la bruja ordenaba.

Prepararon una magnífica comida para el pobre Hansel. Gretel, sin embargo, sólo comió conchas de cangrejo. Todas las mañanas, la vieja bruja se acercaba al establo.

-Hansel -le llamaba-, saca un dedo para que vea cómo engordas.

Pero Hansel siempre sacaba un hueso que la bruja, que veía muy, muy mal, confundía con uno de los dedos del niño, preguntándose por qué tardaba tanto en engordar. Al cabo de cuatro semanas perdió la paciencia.

-¡Gretel! -llamó a la pobre niña-. Ve por agua. No me importa que esté delgado, mañana me como a Hansel.

Gretel no podía dejar de llorar.

-¡Dios mío, ayúdanos! -decía mientras cogía el agua-. Si por lo menos nos hubieran devorado los animales del bosque, habríamos muerto juntos.

-Deja de quejarte -le dijo la bruja-, de poco te va a servir.

Por la mañana temprano Gretel tuvo que salir a encender el fuego para calentar el agua.

-Primero prepararemos el pan -dijo la bruja-. Ya he calentado el horno y hecho la masa -dijo, empujando a Gretel hacia el horno, del que salían enormes llamas-. Ahora métete dentro y mira a ver si está lo bastante caliente para hacer el pan.

En realidad, lo que la bruja pretendía era cerrar el horno en cuanto Gretel estuviera dentro, porque también quería comérsela a ella aquel mismo día. Pero Gretel se percató de sus intenciones.

-No sé qué hacer, ¿cómo entro?

-¡Estúpida! -se quejó la bruja-. ¿No ves que la puerta es lo bastante grande? Mira, hasta yo cabría en él -dijo, acercándose al horno y metiendo en él la cabeza.

En cuanto Gretel vio que la vieja metía la cabeza, le dio un empujón y la bruja cayó dentro del horno. Gretel cerró la puerta de hierro y corrió el cerrojo.

¡Cómo gritaba la bruja! Fue horrible, pero Gretel salió corriendo, dejando que muriese miserablemente.

La niña se dirigió a buscar a su hermano, abrió la puerta del establo y llamó:

-¡Hansel, somos libres, la bruja ha muerto!

Hansel salió del establo como un pájaro enjaulado cuando abren su prisión.

Cómo se abrazaron y besaron y se regocijaron de ser libres por fin. Como ya no había ningún motivo para seguir sintiendo miedo, entraron en la casa y allí encontraron, en todos los rincones de la sala, cajas de perlas y piedras preciosas.

-Son más bonitas todavía que las piedras blancas -dijo Hansel y se llenó los bolsillos con ellas.

-Yo también quiero llevarme algo a casa -dijo Gretel, y vació un cofre en su delantal.

-Bueno, pero ahora vámonos -dijo Hansel-. Alejémonos del bosque de las brujas.

Después de caminar durante horas, llegaron a un gran lago.

-Por aquí no podemos pasar -dijo Hansel-. No hay ningún puente.

-Ni tampoco ningún transbordador -añadió Gretel-, pero mira, ahí hay un pato. Voy a ver si puede ayudarnos.

Y lo llamó del siguiente modo:

-Mi señor don pato, venga usted aquí, que yo de este lago no puedo salir. Le falta algún puente que ayude a cruzar. ¿Y sobre su lomo?, ¿nos podría llevar?

El pato nadó hacia ellos. Hansel montó sobre su lomo y tendió la mano a su hermana.

-No -dijo Gretel-, pesaríamos demasiado y no podría con nosotros. Tenemos que cruzar por separado.

Y, en efecto, así lo hicieron. Al otro lado del lago el bosque les resultaba familiar, y al cabo de un trecho vieron la casa de su padre en la distancia.

Echaron entonces a correr y entraron con estrépito, abrazándose a su padre con alborozo. Su mujer había muerto, pero no era esto lo que más había preocupado al hombre, que no había vivido una sola hora de tranquilidad desde que abandonara a sus hijos en el bosque. Gretel sacudió su delantal y las perlas rodaron por la estancia, mientras Hansel sacaba de sus bolsillos un puñado de piedras preciosas tras otro. Gracias a ellas terminaron sus penurias y pudieron vivir felices para siempre.
viernes, 30 de diciembre de 2011

Hace mucho, mucho tiempo, vivía en un país mágico un humilde zapatero, tan pobre, que llegó un día en que sólo pudo reunir el dinero suficiente para comprar la piel necesaria para hacer un par de zapatos. - No sé qué va a ser de nosotros - decía a su mujer-, si no encuentro un buen comprador o cambia nuestra suerte. Ni siquiera podremos conseguir comida un día más.

Cortó y preparó el cuero que había comprado con la intención de terminar su trabajo al día siguiente, pues estaba ya muy cansado. Después de una noche tranquila llegó el día, y el zapatero se dispuso a comenzar su jornada laboral cuando descubrió sobre la mesa de trabajo dos preciosos zapatos terminados. Estaban cosidos con tanto esmero, con puntadas tan perfectas, que el pobre hombre no podía dar crédito a sus ojos.

Tan bonitos eran, que apenas los vio un caminante a través del escaparate, pagó más de su precio real por comprarlos. El zapatero no cabía en sí de gozo, y fue a contárselo a su mujer: - Con este dinero, podré comprar cuero suficiente para hacer dos pares. Como el día anterior, cortó los patrones y los dejó preparados para terminar el trabajo al día siguiente.

De nuevo se repitió el prodigio, y por la mañana había cuatro zapatos, cosidos y terminados, sobre su banco de trabajo. También esta vez hubo clientes dispuestos a pagar grandes sumas por un trabajo tan excelente y unos zapatos tan exquisitos. Otra noche y otra más, siempre ocurría lo mismo: todo el cuero cortado que el zapatero dejaba en su taller, aparecía convertido en precioso calzado al día siguiente.

Pasó el tiempo, la calidad de los zapatos del zapatero se hizo famosa, y nunca le faltaban clientes en su tienda, ni monedas en su caja, ni comida en su mesa. Ya se acercaba la Navidad, cuando comentó a su mujer: - ¿Qué te parece si nos escondemos esta noche para averiguar quién nos está ayudando de esta manera? A ella le pareció buena la idea y esperaron agazapados detrás de un mueble a que llegara alguien.

Daban doce campanadas en el reloj cuando dos pequeños duendes desnudos aparecieron de la nada y, trepando por las patas de la mesa, alcanzaron su superficie y se pusieron a coser. La aguja corría y el hilo volaba y en un santiamén terminaron todo el trabajo que el hombre había dejado preparado. De un salto desaparecieron y dejaron al zapatero y a su mujer estupefactos.

- ¿Te has fijado en que estos pequeños hombrecillos que vinieron estaban desnudos? Podríamos confeccionarles pequeñas ropitas para que no tengan frío. - Indicó al zapatero su mujer. Él coincidió con su mujer, dejaron colocadas las prendas sobre la mesa en lugar de los patrones de cuero, y por la noche se apostaron tras el mueble para ver cómo reaccionarían los duendes.

Dieron las doce campanadas y aparecieron los duendecillos. Al saltar sobre la mesa parecieron asombrados al ver los trajes, mas, cuando comprobaron que eran de su talla, se vistieron y cantaron: - ¿No somos ya dos mozos guapos y elegantes? ¿Porqué seguir de zapateros como antes? Y tal como habían venido, se fueron. Saltando y dando brincos, desaparecieron.

El zapatero y su mujer se sintieron complacidos al ver a los duendes felices. Y a pesar de que como habían anunciado, no volvieron más, nunca les olvidaron, puesto que jamás faltaron trabajo, comida, ni cosa alguna en la casa del zapatero remendón.
jueves, 29 de diciembre de 2011

Esta es la historia de un pueblito y su gente, o mejor dicho, es la historia de un arbolito de Navidad que dio mucho que hablar.
En el pueblo de Santos Cielos, todos los años y desde hace mucho tiempo, cada ocho de diciembre se armaba un gran árbol de Navidad en la plaza principal. Todos colaboraban en su decoración. Cada persona del pueblo, rico, pobre, gordo, flaco, viejo o joven, colocaba su adornito, ofrenda o cartita, para que el árbol cada año luciera más lindo que el anterior.
Era una especie de fiesta para todos, en la que la mayoría trataba de darle al arbolito lo mejor que tenía. Por supuesto nunca falta alguna persona que no estaba de acuerdo con algo: podía ser el color de la cinta, el tipo de moño, el tamaño de la cartita. Lógicamente, cada uno de los habitantes del pueblo armaba el arbolito en forma muy parecida a cómo vivía su vida.
Los más sencillos, colocaban adornos simples, pero no por eso menos bellos. A los que les gustaba presumir, colocaban los adornos más grandes y que más llamaran la atención de todos. Las personas más serias, ponían moños de color bordó lisos o tal vez verde oscuro, los más alegres, moños y cintitas de todos los colores.
El alcalde del pueblo era un señor muy bueno, al que todos llamaban Bonachón. Ese era su verdadero apellido, pero como realmente era muy bueno el nombre le venía como anillo al dedo.
Don Bonachón supervisaba el armado del árbol que duraba varios días. La costumbre era empezarlo el día 8 y terminarlo el 24 de diciembre.
El alcalde se encargaba de revisar uno por uno los adornos que la gente llevaba para que todo estuviera en orden. Así era que evitaba más de un problema.
– ¿Qué se supone que traes ahí Clarita? Preguntó asombrado Don Bonachón al ver a la niña con un helado de frutilla y pistacho, yendo directo al arbolito.
– Es para nuestro árbol pues le combinan los colores, los sabores no me gustan pero lo pedí así para que quede más lindo, nada más ¿buena idea verdad?
El alcalde no sabía cómo decirle a la niñita que un helado no era realmente el mejor de los adornos, no quería desilusionarla, pero por otro lado, tampoco podía dejar que el helado se derritiera sobre una rama.
– ¿A qué adivino preciosa? Este rico helado lo has traído para mi ¿verdad? Hace mucho calor aquí, debo pasar horas cuidando nuestro árbol. Ya sabía yo que alguien pensaría en este pobre alcalde y me traería algo fresco y además con los colores de Navidad ¡Gracias, muchas gracias!
Clarita se fue sin querer discutir con Don Bonachón y lo saludó con una sonrisa, mientras pensaba qué otra cosa conseguir para el arbolito.
Luego llegó Pedrito un niño muy humilde. Se paró frente al árbol, elevó su mano hacia una de las ramas e hizo como si dejara algo en una de ellas. La verdad es que no había puesto nada, pero se fue muy contento. Don Bonachón presenció la escena muy intrigado, pero no dijo nada.
Al rato llegó una señora muy adinerada en su lujoso auto. De allí bajaron una gran lámpara con cientos de luces pequeñas y cristales que colgaban.
– Vengo a darle un toque de lujo a este árbol, con estas luces en la punta lucirá como el mejor de todos y esto, gracias a mi generosidad. Dijo la señora adinerada.
Mucho le costó al alcalde hacerle entender a la señora que no podían colgar semejante lámpara del árbol, sin que éste se cayera.
Luego de una discusión nada sencilla, la señora se retiró muy ofendida con su lámpara y pensando en que la Navidad no tendría ningún toque de distinción.
La gente seguía trayendo adornos, moños y cosas para el árbol que poco a poco se iba llenando.
La Navidad se acercaba y Pedrito iba todos los días y también todos los días hacía lo mismo. Paradito frente al árbol abría su manito pequeña, hacía como que dejaba algo en una ramita y con una inmensa sonrisa se iba.
No faltó quién empezó a preguntar, no de muy buen modo por cierto, por qué Pedrito no dejaba nada. Realmente nadie entendía bien qué pasaba con él.
– ¿Nos está tomando el pelo? Decía un señor pelado muy enojado.
– ¡De esta manera no vamos a terminar ni para Reyes! Se quejó Don Apurado mirando una y otra vez el reloj.
– ¡Así cualquiera deja algo, qué vivo! Mientras nosotros nos esforzamos por poner los mejores adornos, viene este niño, tan mal vestido dicho sea de paso, y no deja nada. No es Justo. Gritaba la señora adinerada.
– Cada uno da lo que puede, Pedrito sabrá lo que hace. Dijo Don Bonachón tratando de calmar los ánimos.
Se acercaba el último día y todos se apuraban por terminar de llevar sus adornos. Clarita intentó un par de veces más llevar un postre helado y hasta gelatina de frutillas, pero Don Bonachón supo solucionar la situación.
Ese último día y como todos los anteriores, Pedrito llegó hasta el árbol e hizo lo mismo de siempre. Esta vez no se fue. Se quedó esperando a todos los demás, con la misma sonrisa de siempre.
El pueblo entero se convocó a los pies del árbol gigante que había quedado precioso.
Todos los vecinos del lugar comenzaron a contar qué le habían dado al arbolito y por qué.
Las más coquetas contaron que lo habían adornado con moños porque estaba a la moda.
Los más golosos dijeron que le habían colgado chupetines para comerlos luego.
Los descreídos confesaron que no le había puesto nada.
Los desganados que le habían puesto lo primero que habían encontrado.
La señora adinerada contó que le había puesto lo más caro que pudo comprar con todo el dinero que tenía.
Don Bonachón escuchó a todos y cada uno de los vecinos. El único que no había abierto la boca era Pedrito.
– ¿Y vos Pedrito, que le ofreciste al árbol?
De repente se armó un lío bárbaro, casi todos empezaron a hablar al mismo tiempo, nadie se escuchaba, todos querían dejar bien claro que el niño nada le había ofrecido al arbolito y que por ende, nada tenía que ver en lo hermoso que había quedado. Nadie le dio tiempo a contestar.
Pedrito escuchaba pero no decía nada. Miraba al gran árbol y la gran sonrisa seguía firme en su carita.
Cuando Don Bonachón consideró que se había hablado lo suficiente, hizo callar a todos y tomó la palabra nuevamente.
– Ahora sí Pedrito, dinos que le diste cada día al árbol por favor.
Todos se miraban como si el alcalde hubiera enloquecido pues sabían que el niño nada había ofrecido.
Pedrito se paró y dijo:
– Cada día, desde que empezamos hasta hoy, le he dado al arbolito lo mejor que tengo, un día le ofrecí mis sueños, otro el amor que siento por mi familia, otro las ganas de hacer cosas, otro día mis deseos de ser mejor y así le fui dando todo lo que tengo en mi corazón.
– ¡Qué ridículo! Dijeron los descreídos, los desganados y los presuntuosos.
Don Bonachón, emocionado por un lado y un poco triste por la reacción de su gente, les habló así.
– Está visto que mi pueblo no entiende de qué se trata la Navidad y este hermoso árbol con el cual elegimos representarla cada año.
La Navidad, aunque muchos confundan las cosas, no se trata de adornos y regalos, sino de ofrecer a los que amamos lo mejor de nosotros, de acercarnos a la familia y a los seres queridos, de compartir con todos lo que se tiene, poco o mucho no importa.
– ¿Y entonces me quiere decir porque hace años que venimos adornando este árbol si no se trata de adornos la cosa? Gritó un señor muy enojado.
– La Navidad tiene símbolos, cosas que la representan, lindas, hermosas, pero que no son lo fundamental. La excusa del árbol era para hacer algo entre todos y unirnos en Navidad y para que cada uno de utedes pusiera lo mejor de sí, ni más, ni menos. El único que realmente interpretó el mensaje fue Pedrito.
Luego de ese 24 de diciembre, las Navidades no volvieron a ser las mismas en Santos Cielos. Hay que decir que los arbolitos de los años que siguieron, no tenían tantos adornos como los anteriores, pero cada vez había más personas que depositan en aquel hermoso símbolo lo más preciado de sus vidas.
Eso sí, algo no cambiaría jamás, la sonrisa de Pedrito y no sólo en Navidad.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

En una pequeña ciudad había una sola tienda que vendía árboles de Navidad. Allí se podían encontrar árboles de todos los tamaños, formas y colores.

El dueño de la tienda había organizado un concurso para premiar al arbolito más bonito y mejor decorado del año y lo mejor de todo es que sería el mismo San Nicolás quien iba a entregar el premio el día de Navidad.

Todos los niños de la ciudad querían ser premiados por San Nicolás y acudieron a la tienda a comprar su arbolito para decorarlo y poder concursar.

Por su parte, los arbolitos se emocionaban mucho al ver a los niños y decididos a ser el elegido, les gritaban:¡A mí... a mí... mírame a mí¡ Cada vez que entraba un niño a la tienda era igual, los arbolitos comenzaban a esforzarse por llamar la atención y lograr ser escogidos.
¡A mí que soy grande!... ¡no, no a mí que soy gordito!... o ¡a mí que soy de chocolate!... o ¡a mí que puedo hablar!. Se oía en toda la tienda. Pasando los días, la tienda se fue quedando sin arbolitos y sólo se escuchaba la voz de un arbolito que decía: A mí, a mí... que soy el más chiquito.

A la tienda llegó, casi en vísperas de Navidad, una pareja muy elegante que quería comprar un arbolito.

El dueño de la tienda les informó que el único árbol de Navidad que le quedaba era uno muy pequeñito. Sin importarles el tamaño, la pareja decidió llevárselo.

El arbolito pequeño se alegró mucho pues, al fin, alguien lo iba a poder decorar para Navidad y podría participar en el concurso.

Al llegar a la casa donde vivía la pareja, el arbolito se sorprendió: ¿Cómo siendo tan pequeño, podré lucir ante tanta belleza y majestuosidad?.

Una vez que la pareja entra a la casa, comenzaron a llamar a la hija: ¡Regina!... ven... ¡hija!... te tenemos una sorpresa. El arbolito escuchó unas rápidas pisadas provenientes del piso de arriba.

Su corazoncito empezó a latir con fuerza. Estaba dichoso de poder hacer feliz a una linda niñita.

Al bajar la niña, el pequeño arbolito, se impresionó de la reacción de ésta: - ¡Esto es mi arbolito!... Yo quería un árbol grande, frondoso, enorme hasta el cielo para decorarlo con miles de luces y esferas.

¿Cómo voy a ganar el concurso con este arbolito enano? Dijo la niña entre llantos.

- Regina, era el único arbolito que quedaba en la tienda, le explicó su padre.

- ¡No lo quiero!...es horrendo... ¡no lo quiero!, gritaba furiosa la niña.
Los padres, desilusionados, tomaron al pequeño arbolito y lo llevaron de regreso a la tienda. El arbolito estaba triste porque la niña no lo había querido pero tenía la esperanza de que alguien vendría a por él y podrían decorarlo a tiempo para la Navidad. Unas horas más tarde, se escuchó que abrían la puerta de la tienda.

¡A mí... a mí... que soy el más chiquito. Gritaba el arbolito lleno de felicidad. Era una pareja robusta, de grandes cachetes colorados y manos enormes. El señor de la tienda les informó que el único árbol que le quedaba era aquel pequeñito de la ventana. La pareja tomó al arbolito y sin darle importancia a lo del tamaño, se marchó con él.

Cuando llegaron a casa, el arbolito vio como salían a su encuentro dos niños gordos que gritaban: ¿Lo encontraste papi?... ¿Es cómo te lo pedimos mami? Al bajar los padres del coche, los niños se le fueron encima al pequeño arbolito.

¿Y que pasó después? Acaben la historia.Consulten a la familia...
martes, 27 de diciembre de 2011
¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnuditos.

Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los carruajes que iban en direcciones opuestas.

La niña caminaba, pues, con los piececitos desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. ¡Pobre niña! Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos. Veía bullir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz niña.

Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos. Sus manecitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba tan bien!

Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla. Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.

Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico nacimiento: era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían moverse y sonreír a la niña. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo se apagó. Todas las luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo.

-Esto quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita, que era la única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había dicho muchas veces: "Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios".

Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante.

-¡Abuelita!- gritó la niña-. ¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré más! ¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso nacimiento!

Después se atrevió a frotar el resto de la caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios.

Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel tierno ser sentado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por completo.

-¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien.

Pero nadie pudo saber las hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había entrado con su anciana abuela en el reino de los cielos
.
lunes, 26 de diciembre de 2011

Érase una vez un niño que tenía muchísimos juguetes. Los guardaba todos en su habitación y, durante el día, pasaba horas y horas felices jugando con ellos.

Uno de sus juegos preferidos era el de hacer la guerra con sus soldaditos de plomo. Los ponía enfrente unos de otros, y daba comienzo a la batalla. Cuando se los regalaron, se dio cuenta de que a uno de ellos le faltaba una pierna a causa de un defecto de fundición.

No obstante, mientras jugaba, colocaba siempre al soldado mutilado en primera línea, delante de todos, incitándole a ser el más aguerrido. Pero el niño no sabía que sus juguetes durante la noche cobraban vida y hablaban entre ellos, y a veces, al colocar ordenadamente a los soldados, metía por descuido el soldadito mutilado entre los otros juguetes.

Y así fue como un día el soldadito pudo conocer a una gentil bailarina, también de plomo. Entre los dos se estableció una corriente de simpatía y, poco a poco, casi sin darse cuenta, el soldadito se enamoró de ella. Las noches se sucedían deprisa, una tras otra, y el soldadito enamorado no encontraba nunca el momento oportuno para declararle su amor. Cuando el niño lo dejaba en medio de los otros soldados durante una batalla, anhelaba que la bailarina se diera cuenta de su valor por la noche , cuando ella le decía si había pasado miedo, él le respondía con vehemencia que no.

Pero las miradas insistentes y los suspiros del soldadito no pasaron inadvertidos por el diablejo que estaba encerrado en una caja de sorpresas. Cada vez que, por arte de magia, la caja se abría a medianoche, un dedo amonestante señalaba al pobre soldadito.

Finalmente, una noche, el diablo estalló.
-¡Eh, tú!, ¡Deja de mirar a la bailarina!
El pobre soldadito se ruborizó, pero la bailarina, muy gentil, lo consoló:
-No le hagas caso, es un envidioso. Yo estoy muy contenta de hablar contigo.
Y lo dijo ruborizándose.

¡Pobres estatuillas de plomo, tan tímidas, que no se atrevían a confesarse su mutuo amor!

Pero un día fueron separados, cuando el niño colocó al soldadito en el alféizar de una ventana.

-¡Quédate aquí y vigila que no entre ningún enemigo, porque aunque seas cojo bien puedes hacer de centinela!-

El niño colocó luego a los demás soldaditos encima de una mesa para jugar.

Pasaban los días y el soldadito de plomo no era relevado de su puesto de guardia.
Una tarde estalló de improviso una tormenta, y un fuerte viento sacudió la ventana, golpeando la figurita de plomo que se precipitó en el vacío. Al caer desde el alféizar con la cabeza hacia abajo, la bayoneta del fusil se clavó en el suelo. El viento y la lluvia persistían. ¡Una borrasca de verdad! El agua, que caía a cántaros, pronto formó amplios charcos y pequeños riachuelos que se escapaban por las alcantarillas. Una nube de muchachos aguardaba a que la lluvia amainara, cobijados en la puerta de una escuela cercana. Cuando la lluvia cesó, se lanzaron corriendo en dirección a sus casas, evitando meter los pies en los charcos más grandes. Dos muchachos se refugiaron de las últimas gotas que se escurrían de los tejados, caminando muy pegados a las paredes de los edificios.

Fue así como vieron al soldadito de plomo clavado en tierra, chorreando agua.

-¡Qué lástima que tenga una sola pierna! Si no, me lo hubiera llevado a casa -dijo uno.

-Cojámoslo igualmente, para algo servirá -dijo el otro, y se lo metió en un bolsillo.

Al otro lado de la calle descendía un riachuelo, el cual transportaba una barquita de papel que llegó hasta allí no se sabe cómo.

-¡Pongámoslo encima y parecerá marinero!- dijo el pequeño que lo había recogido.

Así fue como el soldadito de plomo se convirtió en un navegante. El agua vertiginosa del riachuelo era engullida por la alcantarilla que se tragó también a la barquita. En el canal subterráneo el nivel de las aguas turbias era alto.

Enormes ratas, cuyos dientes rechinaban, vieron como pasaba por delante de ellas el insólito marinero encima de la barquita zozobrante. ¡Pero hacía falta más que unas míseras ratas para asustarlo, a él que había afrontado tantos y tantos peligros en sus batallas!

La alcantarilla desembocaba en el río, y hasta él llegó la barquita que al final zozobró sin remedio empujada por remolinos turbulentos.

Después del naufragio, el soldadito de plomo creyó que su fin estaba próximo al hundirse en las profundidades del agua. Miles de pensamientos cruzaron entonces por su mente, pero sobre todo, había uno que le angustiaba más que ningún otro: era el de no volver a ver jamás a su bailarina...

De pronto, una boca inmensa se lo tragó para cambiar su destino. El soldadito se encontró en el oscuro estómago de un enorme pez, que se abalanzó vorazmente sobre él atraído por los brillantes colores de su uniforme.

Sin embargo, el pez no tuvo tiempo de indigestarse con tan pesada comida, ya que quedó prendido al poco rato en la red que un pescador había tendido en el río.
Poco después acabó agonizando en una cesta de la compra junto con otros peces tan desafortunados como él. Resulta que la cocinera de la casa en la cual había estado el soldadito, se acercó al mercado para comprar pescado.

-Este ejemplar parece apropiado para los invitados de esta noche -dijo la mujer contemplando el pescado expuesto encima de un mostrador.

El pez acabó en la cocina y, cuando la cocinera la abrió para limpiarlo, se encontró sorprendida con el soldadito en sus manos.

-¡Pero si es uno de los soldaditos de...! -gritó, y fue en busca del niño para contarle dónde y cómo había encontrado a su soldadito de plomo al que le faltaba una pierna.

-¡Sí, es el mío! -exclamó jubiloso el niño al reconocer al soldadito mutilado que había perdido.

-¡Quién sabe cómo llegó hasta la barriga de este pez! ¡Pobrecito, cuantas aventuras habrá pasado desde que cayó de la ventana!- Y lo colocó en la repisa de la chimenea donde su hermanita había colocado a la bailarina.

Un milagro había reunido de nuevo a los dos enamorados. Felices de estar otra vez juntos, durante la noche se contaban lo que había sucedido desde su separación.

Pero el destino les reservaba otra malévola sorpresa: un vendaval levantó la cortina de la ventana y, golpeando a la bailarina, la hizo caer en el hogar.

El soldadito de plomo, asustado, vio como su compañera caía. Sabía que el fuego estaba encendido porque notaba su calor. Desesperado, se sentía impotente para salvarla.

¡Qué gran enemigo es el fuego que puede fundir a unas estatuillas de plomo como nosotros! Balanceándose con su única pierna, trató de mover el pedestal que lo sostenía. Tras ímprobos esfuerzos, por fin también cayó al fuego. Unidos esta vez por la desgracia, volvieron a estar cerca el uno del otro, tan cerca que el plomo de sus pequeñas peanas, lamido por las llamas, empezó a fundirse.

El plomo de la peana de uno se mezcló con el del otro, y el metal adquirió sorprendentemente la forma de corazón.

A punto estaban sus cuerpecitos de fundirse, cuando acertó a pasar por allí el niño. Al ver a las dos estatuillas entre las llamas, las empujó con el pie lejos del fuego. Desde entonces, el soldadito y la bailarina estuvieron siempre juntos, tal y como el destino los había unido: sobre una sola peana en forma de corazón.
domingo, 25 de diciembre de 2011
Evangelio según San Juan 1,1-18.
Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron. Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. El no era la luz, sino el testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él, al declarar: "Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo". De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre.
No lo creí. Los ángeles tenían cosas más importantes que hacer con su tiempo que observar si yo era un niño bueno o malo. Aun con mi limitada sabiduría de un niño de siete años, había decidido que, en el mejor de los casos, el Ángel sólo podía vigilar a dos o tres muchachos a la vez... y ¿por qué habría de ser yo uno de éstos? Las ventajas, ciertamente, estaban a mi favor. Y, sin embargo, mamá, que sabía todo, me había repetido una y otra vez que el Ángel de la Navidad sabía, veía y evaluaba todas nuestras acciones y que no podíamos compararlo con cualquier cosa que pudiéramos entender nosotros, los ignorantes seres humanos. De todos modos, no estaba muy seguro de creer en el Ángel de la Navidad.
Todos mis amigos del barrio me dijeron que Santa Claus era el que llegaba la víspera de la Navidad y que nunca supieron de un ángel que llevara regalos. Mamá vivió en América durante muchos años y bendecía a su nueva tierra como su hogar permanente, pero siempre fue tan italiana como la polenta y, para ella, siempre sería un ángel. "Quién es este Santa Claus?", solía decir. "Y, ¿qué tiene que ver con la Navidad?".
Además, debo reconocer que nuestro ángel italiano me impresionaba mucho. Santa Claus siempre era más generoso e imaginativo. Les llevaba a mis amigos bicicletas, rompecabezas, bastones de caramelo y guantes de béisbol. Los ángeles italianos siempre llevaban manzanas, naranjas, nueces surtidas, pasas un pequeño pastel y unos pequeños dulces redondos de ‘orosuz’ que llamábamos bottone di prete (botones de sacerdote) porque se parecían a los botones que veíamos en la sotana del padrecito. Además, el Ángel siempre ponía en nuestras medias algunas castañas importadas, tan duras como las piedras. Debo admitir que nunca supe qué hacer con las castañas.
Finalmente se las dábamos a mamá para que las hirviera hasta que se sometieran y luego las pelábamos y las comíamos de postre después de la cena de Navidad. Parecía un regalo poco apropiado para un niño de seis o siete años. A menudo pensé que el Ángel de la Navidad no era muy inteligente.
Cuando cuestioné a mamá acerca de esto, ella solía contestar que no me correspondía a mí, "que todavía era un muchachito imberbe", poner en tela de juicio a un ángel, especialmente al Ángel de la Navidad.
En esta época navideña en particular, mi comportamiento de un siete años era todo menos ejemplar. Mis hermanos y hermanas, todos mayores que yo, por lo visto nunca causaban problemas. En cambio yo siempre estaba en medio de todos los problemas. A la hora de la comida aborrecía todo. Me obligaban a probar un poco di tutto (de todo) y cada comida se convertía en un reto... Felice, como me llamaba la familia, contra el mundo de los adultos. Yo era el que nunca me acordaba de cerrar la puerta del gallinero, el que prefería leer a sacar la basura y el que, sobre todo, reclamaba todo lo que mamá y papá hacían, sentían u ordenaban. En pocas palabras, era un niño malcriado.
Cuando menos un mes antes de la Navidad, mamá me advertía: "Te estás portando muy mal, Felice. Los ángeles de la Navidad no llevan regalo a los niños malcriados. Les llevan un palo de durazno para pegarte en las piernas. De modo que – me amenazaba – más vale que cambies tu comportamiento. Yo no puedo portarme bien por ti. Sólo tu puedes optar por ser un buen niño".
"¿Qué me importa? – contestaba yo - . De todos modos el ángel nunca me trae lo que quiero. "Y durante las siguientes semanas hacía muy poco para ‘mejorar mi comportamiento’.
Como sucede en la mayoría de los hogares, la Nochebuena era mágica. A pesar de que éramos muy pobres, siempre teníamos comida especial para la cena. Después de cenar nos sentábamos alrededor de la vieja estufa de leña que era el centro de nuestras vidas durante los largos meses de invierno y platicábamos y reíamos y escuchábamos cuentos. Pasábamos mucho tiempo planeando la fiesta del día siguiente, para la cual nos habíamos estado preparando toda la semana. Como éramos una familia católica, todos íbamos a confesarnos y después nos dedicábamos a decorar el árbol. La noche terminaba con una pequeña copa del maravilloso zabaglione de mamá. ¡No importaba que tuviera un poco de vino; la Navidad sólo llegaba una vez al año!.
Estoy seguro de que sucede con todos los niños, pero no era casi imposible dormir en la Nochebuena. Mi mente divagaba. No pensaba en las golosinas, sino que me preocupaba seriamente la posibilidad de que el ángel de la Navidad no llegara a mi casa o que se le acabaran los regalos. Me emocionaba mucho la posibilidad de que Santa Claus olvidara que éramos italianos y de cualquier modo nos visitara sin darse cuenta de que el Ángel ya me había visitado. ¡Así recibiría el doble de todo!
¿Por qué sucede que en la mañana de Navidad, por poco que se duerma la noche anterior, nunca resulta difícil despertar y levantarnos? Así ocurrió esa mañana en particular. Fue cuestión de minutos, después de escuchar los primeros movimientos, para que todos nos levantáramos y saliéramos disparados hacia la cocina y el tendedero donde estaban colgadas nuestras medias y debajo de éstas se encontraban nuestros brillantes zapatos recién lustrados.
Todo estaba tal como lo habíamos dejado la noche anterior. Excepto que las medias y los zapatos estaban llenos hasta el tope con los generosos regales del Ángel de la Navidad... es decir, todos excepto los míos. Mis zapatos, muy brillantes, estaban vacíos. Mis medias colgaban sueltas en el tendedero y también estaban vacías, pero de una de ellas salía una larga rama seca de durazno.
Alcancé a ver las miradas de horror en los rostros de mi hermano y mis hermanas. Todos nos detuvimos paralizados. Todos los ojos se dirigieron hacia mamá y papá y luego regresaron a mí.
- Ah, lo sabía – dijo mamá -. Al Ángel de la Navidad no se le va nada. El Ángel sólo nos deja lo que merecemos.
Mis ojos se llenaron de lágrimas. Mis hermanas trataron de abrazarme para consolarme, pero las rechacé con furia.
- Ni quería esos regalos tan tontos – exclamé -. Odio a ese estúpido Ángel. Ya no hay ningún Ángel de la Navidad.
Me dejé caer en los brazos de mamá. Ella era una mujer voluminosa y su regazo me había salvado de la desesperación y de la soledad en muchas ocasiones. Noté que ella también lloraba mientras me consolaba. También papá. Los sollozos de mis hermanas y los lloriqueos de mi hermano llenaron el silencio de la mañana.
Después de un rato, mi madre dijo, como si estuviera hablando con ella misma:
- Felice no es malo. Sólo se porta mal de vez en cuando. El Ángel de la Navidad lo sabe. Felice sería un niño bueno si hubiera querido, pero este año prefirió ser malo. No le quedó alternativa al Ángel. Tal vez el próximo año decida portarse mejor. Pero, por el momento, todos debemos ser felices de nuevo.
De inmediato todos vaciaron el contenido de sus zapatos y medias en mi regazo.
- Ten – me dijeron -, toma esto.
En poco tiempo otra vez la casa estaba llena de alegría, sonrisas y conversación. Recibí más de lo que cabía en mis zapatos y medias.
Mamá y papá habían ido a misa temprano, como de costumbre. Juntaron las castañas y empezaron a hervirlas durante muchas horas en una maravillosa agua llena de especias y había otra olla hirviendo entre las salsa. Los más delicados olores surgieron del horno como mágicas pociones. Todo estaba preparado para nuestra milagrosa cena de Navidad.
Nos alistamos para ir a la iglesia. Como era su costumbre, mamá nos revisó, uno por uno; ajustaba un cuello aquí, jalaba el cabello por allá, una caricia suave para cada uno... Yo fui el último. Mamá fijó sus enormes ojos castaños en los míos.
- Felice – me dijo -, ¿entiendes por qué el Ángel de la Navidad no pudo dejarte regalos?
- Sí – respondí.
- El Ángel nos recuerda que siempre tendremos lo que merecemos. No podemos evadirlo. Algunas veces resulta difícil entenderlo y nos duele y lloramos. Pero nos enseña lo que está bien hecho y lo que está mal y, así, cada año seremos mejores.
No estoy muy seguro de haber entendido en aquellos momentos lo que mamá quiso decirme. Sólo estaba seguro de que yo era amado; que me habían perdonado por cualquier cosa que hubiese hecho y que siempre me darían otra oportunidad.
Jamás he olvidado aquella Navidad tan lejana. Desde entonces, la vida no siempre ha sido justa ni tampoco me ha ofrecido lo que creí merecer, ni se me ha recompensado por portarme bien. A lo largo de los años he llegado a comprender que he sido egoísta, malcriado, imprudente y quizá, en ocasiones, hasta cruel... pero nunca olvidé que cuando hay perdón, cuando las cosas se comparten, cuando se da otra oportunidad y amor sin límite, el Ángel de la Navidad siempre está presente y siempre es Navidad.

Desde la Asociación Parroquial Nuestra Señora de los Dolores, queremos Desearos una FELIZ NAVIDAD, en compañía de vuestras familias, amigos. Para que en estas fechas tan entrañables en el cual nos reunimos con las personas más queridas y tenemos la suerte de encontrarno con las personas que hace bastante tiempo que no vemos, nos ayude para mantener ese espíritu de la Navidad durante todo el año. Feliz día del Nacimiento de nuestro Señor Jesucristo.
sábado, 24 de diciembre de 2011
Había una vez, en un pequeño pueblo, un viejo cura párroco famoso y respetado por su sabiduría y su bondad.  Su parroquia, bastante alejada de la plaza central del pueblo, se mantenía casi ignorada y oscura durante todo el año.  Sin embargo, cada diciembre cuando se acercaba la Navidad, la calle entera de la iglesia parecía adquirir luz propia.  Es verdad que el desproporcionado árbol de Navidad que el anciano armaba en el ciprés de la vereda, frente a la iglesia, irradiaba un brillo incomparable, pero no era sólo eso.  Cada ladrillo del frente del viejo edificio parecía iluminarse desde adentro y alumbrar la que hasta unas horas antes era una de las calles más oscuras del barrio.
 Desde la otra punta del pueblo se veía la luminosidad que parecía expandirse desde la vieja parroquia elevándose en el cielo.  Quizá por eso, quizá por la nobleza del viejo cura, hombre puro de alma y espíritu y sacerdote de fe inquebrantable, quizá por la suma de todas las cosas, la Navidad traía al pueblo un hecho que para muchos representaba su milagro navideño.  Cada año, para estas fechas, todos los que tenían un deseo insatisfecho, una herida en el alma o la imperiosa necesidad de algo importante que no habían podido lograr, iban a ver al viejo cura.  El se reunía con ellos, los escuchaba, y los convocaba para que prepararan su corazón para un milagro antes de la Natividad.

Cuando el día esperado llegaba y todos estaban reunidos frente a la parroquia, el cura encendía algunas velas más alrededor del árbol, y luego recitaba una oración en voz muy baja (como si fuera para él mismo).   Dicen, que cada Navidad Dios escuchaba las palabras del párroco cuando hablaba.  Dicen que a Dios le gustaban tanto las palabras que decía, dicen que se fascinaba tanto con aquel árbol de Navidad iluminado de esa manera, dicen que disfrutaba tanto de esa reunión cada Nochebuena, que no podía resistir el pedido del cura y concedía los deseos de las personas que ahí estaban, aliviaba sus heridas y satisfacía sus necesidades.

Cuando el anciano murió, y se acercaron las navidades, la gente se dio cuenta que nadie podría reemplazar a su querido párroco.  Cuando llegó diciembre, sin embargo, decidieron de todas maneras armar el árbol de Navidad frente a la parroquia e iluminarla como lo hacía en vida el sacerdote.  Y esa Nochebuena, siguiendo la tradición que el cura había instituido, todos los que tenían necesidades y deseos insatisfechos se reunieron en la vereda y encendieron velas como lo hacía el viejo párroco.  Se hizo un silencio.  Nadie sabía lo que el viejo párroco decía cuando el árbol se iluminaba por completo.  Como no conocían las palabras, empezaron a cantar una canción, recitaron unos salmos, y al final se miraron a los ojos compartiendo en voz alta sus dolores, alegrías y temores en ese mismo lugar, alrededor del árbol.

Y dicen... que Dios disfrutó tanto de esa gente reunida alrededor del ciprés, frente a la vieja parroquia, hermanados en sus deseos, que aunque nadie dijo las palabras adecuadas, igual sintió el deseo de satisfacer a todos los que ahí estaban.  Y lo hizo.  Desde entonces, cada Nochebuena en aquella parroquia, alrededor de ese árbol tan especial, algunos milagros ocurrían. 

El tiempo ha pasado y de generación en generación, la sabiduría se ha ido perdiendo.  Y aquí estamos nosotros.  Nosotros no sabemos cuál es el pueblo donde está la parroquia.  Nunca conocimos al bondadoso anciano y mucho menos sabemos cuáles eran sus mágicas palabras.  Nosotros ni siquiera sabemos cómo armar nuestro árbol de la manera en que él lo hacía.  Sin embargo, hay dos cosas que sí sabemos: sabemos esta historia, y sabemos que Dios adora tanto este cuento, que disfruta tanto de las historias navideñas, que basta que alguien cuente esta leyenda y que alguien la escuche, para que Él, complacido, satisfaga cualquier necesidad, alivie cualquier dolor y conceda cualquier deseo a todos los que todavía, aunque sea un poco, creen en la magia de la Navidad.
viernes, 23 de diciembre de 2011

Érase una vez un bonito pueblo en medio de un frondoso y colorido bosque habitado por unos alegres animales. Cada año, con la caída de las primeras nieves y la llegada de las estrellas de luz, se reunían en torno al Gran Árbol para preparar la Navidad y conocer una de las noticias más esperadas de la temporada.

Todas las actividades que realizaban en aquella época tenían como objetivo la convivencia, el fomento de la amistad y la diversión. El concurso de cocina navideña, organizado por la Señora Ardilla, hacía las delicias de los más comilones, pues los platos presentados eran degustados al finalizar la competición. Los más pequeños participaban en la tradicional Carrera de Hielo, que tenía lugar en el lago helado y acudían cada tarde a los ensayos de la Señorita Ciervo, encargada del coro que alegraba con sus villancicos todos los rincones del bosque. Y, por supuesto, estaba lo mejor noche de todas: la Nochebuena, en la que se representaba una obra de teatro que tenía como tema central la amistad.

El Señor Búho, como director de la escuela de teatro, seleccionaba una pieza de entre todas las que enviaban los animales aspirantes a ser los elegidos para llenar de paz los corazones de los habitantes del bosque, pero ese año:
- Bienvenidos todos a la reunión preparatoria de la Navidad, dijo el Señor Búho posado en la rama más robusta del Gran Árbol. Este año, la elección de la obra ha estado muy reñida porque todas las propuestas eran de gran calidad, pero había que elegir un ganador. Así que sin más demora demos un aplauso al Sr. Conejo, autor de la obra ganadora 'Salvemos el bosque'.
- Gracias, gracias, es un honor para mí, exclamaba Conejo entre aplausos.
- Bien, pues ya sabéis que mañana a las diez daremos comienzo a las pruebas de selección. Rogamos puntualidad a los interesados, concluyó el Sr. Búho.
Al día siguiente, a la hora convenida, comenzó la selección. Al ser un musical, las pruebas se centraron en las habilidades de canto y baile, pues eran requisitos imprescindibles. La obra contaba la trama de un guardabosque que debía salvar la flora de un malvado leñador, obsesionado con cortar un Árbol milenario y arrasar todo lo que se pusiera en su camino. En su lucha por preservar el entorno natural, el guardabosque contaba la inestimable ayuda de un girasol y de un lirio que ponían su astucia al servicio de la noble causa.

Tras varias horas, los papeles quedaron repartidos de la siguiente manera: el Sr. Oso haría de guardabosques, Castor sería el vil leñador, la Sra. Pata representaría al girasol, y la Sra. Lince, al lirio.

Al principio todo marchaba estupendamente, los actores estaban contentos con sus papeles y trabajaban duro para perfeccionar sus actuaciones, hasta que hizo su aparición el peor de los fantasmas: la envidia.
- Sr. Conejo, creo que Castor tendría que tener un poco más de protagonismo. El leñador está lleno de matices y podríamos crear unos espectaculares efectos especiales que dejarían al público boquiabierto, dijo el Sr. Búho en uno de los ensayos.
-Sí, puede que tengas razón y deba retocar el texto para darle más peso a Castor. Podemos hacer un juego de luces y sombras cada vez que aparezca y realzar su papel.

Ante estas palabras Castor se puso muy contento, pues estaba muy ilusionado con la obra, pero Oso no lo vio con los mismos ojos. Si a Castor le daban más protagonismo, eso significaba que él dejaría de ser el protagonista absoluto, y eso no le gustó nada.
El ensayo del día siguiente fue un caos. En lugar de avanzar, daban pasos hacia atrás. Oso no colaboraba y Castor, que se había dado cuenta de lo que estaba pasando, estuvo muy arisco. Por si fuera poco, el vestuario también había sido fuente de conflictos entre las chicas. La Sra. Pata consideraba que el vestido de la Sra. Lince era más llamativo y que debían haberlo echado a suertes.

La tensión en el escenario se podía cortar y el desastre no se hizo esperar, y durante el ensayo de la escena final, que reunía a todos los actores en el escenario para interpretar el número final comenzaron a empujarse unos a otros con tal brío que parte del decorado se rompió.
- Orden, orden, pero bueno ¿qué pasa? preguntó Conejo encolerizado. Habéis echado a perder el trabajo de varios días y de todos los que han colaborado en la puesta en escena. Quedan sólo dos días para Nochebuena, pero si tuviéramos más tiempo os echaría a todos de la obra. Se acabó el ensayo por hoy. Conejo estaba rabioso, no entendía nada. Pero ¿cómo podían pelearse por una cosa así?

Al día siguiente los habitantes se despertaron siendo testigos de un acontecimiento terrible: la nieve había desaparecido y las estrellas de luz se habían apagado. ¿Cómo era posible? Asustados, los animales se congregaron alrededor del Gran Árbol, en busca del sabio consejo del Sr. Búho.
- Queridos habitantes del bosque, el espíritu de la Navidad se ha ido, sentenció Búho.
- ¿Y cómo podemos hacer que vuelva? preguntó asustada la Sra. Ardilla.
- Nos vamos a quedar sin Navidad, se oyó decir a un lobezno.
- Hoy es un día muy triste. La envidia ha desatado unas reacciones negativas en cadena. La nieve se ha derretido, las estrellas han dejado de lucir y la obra de teatro peligra.
Oso estaba escuchando tras un arbusto y tenía miedo a salir porque sabía que era el desencadenante de la situación, pero había que ser valiente y afrontar las consecuencias de los propios actos, así que se decidió a salir.
- Lo siento mucho. Si hay algún culpable, ése soy yo. Me cegó la envidia. ¿Qué puedo hacer para enmendar mi error?
- No, no tienes por qué cargar con las culpas tú sólo, yo también he contribuido con mi mal comportamiento. Si sirve de algo yo también lo siento, se lamentó Castor.
- Si te hace ilusión, te cambio el vestido, me importa más tu amistad que un trozo de tela, exclamó la Sra. Lince dándole un abrazo a la Sra. Pata.
- Mirad, ¡está nevando! gritó con entusiasmo una voz.
- Sí y parece que en el cielo brillan de nuevo las estrellas. ¡El espíritu de la Navidad ha vuelto!, se oyó.

Ese año, la Navidad se vivió con mucha intensidad en el bosque, al fin y al cabo estuvieron a punto de perderla para siempre. Habían aprendido la lección y ahora sabían que la envidia cegaba y tenía unos efectos muy negativos que no se podían controlar. Así que para que no se les olvidara nunca construyeron una gran placa de madera que colgaron del Gran Árbol. En ella se podía leer la siguiente inscripción:
"El tesoro más valioso que posees es la amistad, cuídalo todos los días y crecerá".

Cuento de Helena López-Casares Pertusa - España

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