domingo, 29 de enero de 2012
Evangelio según San Marcos 1,21-28.
Entraron en Cafarnaún, y cuando llegó el sábado, Jesús fue a la sinagoga y comenzó a enseñar.
Todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas.
Y había en la sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar:
"¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios".
Pero Jesús lo increpó, diciendo: "Cállate y sal de este hombre".
El espíritu impuro lo sacudió violentamente y, dando un gran alarido, salió de ese hombre.
Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: "¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y estos le obedecen!".
Y su fama se extendió rápidamente por todas partes, en toda la región de Galilea.
miércoles, 25 de enero de 2012
El próximo Sábado día 28 de Enero tendrá lugar el curso de formación que como es tradición se impartirá en la Parroquia de Burguillos.
El tema del curso será La Trinidad y el ponente D. Pablo Sánchez Andino cura-párroco del vecino pueblo de Castiblanco, el inicio del curso será a la conclusión de la misa, aproximadamente a las 20:00.
Con este curso queremos continuar con los temas de formación cristiana que ofrece la Asociación desde hace ya varios meses, con una buena acogida entre los socios y parroquianos de nuestro pueblo.
domingo, 22 de enero de 2012
Evangelio según San Marcos 1,14-20.
Después que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios, diciendo:
"El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia".
Mientras iba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que echaban las redes en el agua, porque eran pescadores.
Jesús les dijo: "Síganme, y yo los haré pescadores de hombres".
Inmediatamente, ellos dejaron sus redes y lo siguieron.
Y avanzando un poco, vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban también en su barca arreglando las redes. En seguida los llamó,
y ellos, dejando en la barca a su padre Zebedeo con los jornaleros, lo siguieron.
sábado, 21 de enero de 2012
Hoy sábado 21 de Enero, como todos los terceros sábados de mes, a partir de las 19:00 horas, tendrá lugar en el Altar Mayor de la Iglesia Parroquial de San Cristóbal Mártir, ejercicio de la Solemne Misa mensual de la Asoc. Parroquial de Nuestra Señora de los Dolores oficiada por D. Manuel Jesús Galindo Pérez, Cura Párroco de Burguillos y Presidente de nuestra Asociación, concluyéndose la misma con la Salve a Nuestra Señora de los Dolores.
jueves, 19 de enero de 2012

El pasado día 06 de Enero de 2012, aceptando la invitación de la Asociación Parroquial de Nuestra Señora de los Dolores, nos visitó el Rey Melchor con 2 pajes que trajeron a muchos niños y mayores de nuestro pueblo regalos en este día tan especial para todos. Es un honor poder contar con su presencia en ese día, ya que reparten durante toda la tarde y noche del día 5 de enero y el día 6 a todos los niños y mayores de todo el mundo. Además nos acompañó en las diferentes zonas donde estuvimos y entregó él mismo los regalos a todos. Por la mañana estuvo con los niños de nuestro pueblo y por la tarde con los mayores de la Residencia DAHIMAR de Burguillos. Agradecer la colaboración de Cáritas Parroquial, el Ayuntamiento de Burguillos y todas las personas que contribuyeron a dichos actos. Aquí os dejo algunas imágenes del día 06 de Enero:





domingo, 15 de enero de 2012
Evangelio según San Juan 1,35-42.
Al día siguiente, estaba Juan otra vez allí con dos de sus discípulos
y, mirando a Jesús que pasaba, dijo: "Este es el Cordero de Dios".
Los dos discípulos, al oírlo hablar así, siguieron a Jesús.
El se dio vuelta y, viendo que lo seguían, les preguntó: "¿Qué quieren?". Ellos le respondieron: "Rabbí -que traducido significa Maestro- ¿dónde vives?".
"Vengan y lo verán", les dijo. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él ese día. Era alrededor de las cuatro de la tarde.
Uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro.
Al primero que encontró fue a su propio hermano Simón, y le dijo: "Hemos encontrado al Mesías", que traducido significa Cristo.
Entonces lo llevó a donde estaba Jesús. Jesús lo miró y le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan: tú te llamarás Cefas", que traducido significa Pedro.
miércoles, 11 de enero de 2012
Este sábado, día 14 de Enero, nos visitará, a la Parroquia de San Cristóbal Mártir, nuestro amigo y párroco anterior D.JOSÉ DIEGO ROMÁN FERNÁNDEZ, párroco destinado ahora en las misiones de Moyobamba (Perú), estará con nosotros para la hora de la misa a las 19:00 horas y posteriormente nos deleitará con una charla de Formación en el cual tratará sus vivencias durante este año 2011 en el lugar donde está destinado. Por ello, pido la asistencia porque una cita tan importante y con tanta riqueza espiritual no deberiamos perderla. Espero que no falteis.
domingo, 8 de enero de 2012
Evangelio según San Marcos 1,7-11.
"Detrás de mí vendrá el que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de ponerme a sus pies para desatar la correa de sus sandalias. Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo". En aquellos días, Jesús llegó desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y al salir del agua, vio que los cielos se abrían y que el Espíritu Santo descendía sobre él como una paloma; y una voz desde el cielo dijo: "Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección".
sábado, 7 de enero de 2012
conejo
Vivía en el bosque verde un conejito dulce, tierno y esponjoso.

Siempre que veía algún animal del bosque se burlaba de él. Un día, estaba sentado a la sombra de un árbol, cuando se le acercó una ardilla: Hola señor conejo. El conejo no respondió.

Le miró, le sacó la lengua y salió corriendo. ¡Qué maleducado!, pensó la ardilla. De camino a su madriguera, se encontró con un cervatillo, que también quiso saludarle: Buenos días señor conejo. De nuevo el conejo sacó su lengua al cervatillo y se fue corriendo.

Así una y otra vez a todos los animales del bosque que se iba encontrando en su camino.

Un día todos los animales decidieron darle un buena lección y se pusieron de acuerdo para que cuando alguno de ellos viera al conejo no le saludara. Harían cómo si no le vieran.

Y así ocurrió. En los días siguientes todo el mundo ignoró al conejo. Nadie hablaba con él ni le saludaba. Un día, organizando una fiesta todos los animales del bosque, el conejo pudo escuchar el lugar donde se iba a celebrar y pensó en ir, aunque no le hubiesen invitado.

Aquella tarde cuando todos los animales se divertían, apareció el conejo en medio de la fiesta. Todo hicieron como si no le vieran. El conejo, abrumado ante la falta de atención de sus compañeros, decidió marcharse con las orejas bajas.

Los animales, dándoles pena del pobre conejo, decidieron irle a buscar a su madriguera e invitarle a la fiesta. No sin antes hacerle prometer que nunca más haría burla a ninguno de los animales del bosque.

El conejo, muy contento, prometió no burlarse nunca más de sus amigos del bosque, y todos se divirtieron mucho en la fiesta y vivieron muy felices para siempre.

FIN - Moraleja del cuento: Procura no burlarte nunca de la gente.
viernes, 6 de enero de 2012
niñoegoista
Había una vez un niño que se llamaba Jorge, su madre María y el padre Juan. Cuando escribió la carta a los Reyes Magos se pidió más de veinte cosas.

Entonces su madre le dijo: Pero tú comprendes que… mira te voy a decir que los Reyes Magos tienen camellos, no camiones, segundo, no te caben en tu habitación, y, tercero, mira otros niños… tú piensa en los otros niños, y no te enfades porque tienes que pedir menos.

El niño se enfadó y se fue a su habitación. Su padre le dijo a su madre María: ¡Ay!, se quiere pedir casi una tienda entera, y su habitación está llena de juguetes... María dijo que sí con la cabeza.

El niño dijo con la voz baja: Es verdad lo que ha dicho mamá, debo de hacerles caso, soy muy malo.

Llegó la hora de ir al colegio y dijo la profesora: Vamos a ver, Jorge, dinos cuántas cosas te has pedido. Y dijo bajito: Veinticinco.

La profesora se calló y no dijo nada pero cuando terminó la clase todos se fueron y la señorita le dijo a Jorge que no tenía que pedir tanto. Entonces Jorge decidió cambiar la carta que había escrito y pedirse quince cosas, en lugar de 25.

Cuando se lo contó a sus padres, éstos pensaron que no estaba mal el cambio y le preguntaron que si el resto de regalos que había pedido los iba a compartir con sus amigos. Jorge dijo: No, porque son míos y no los quiero compartir.

Después de rectificar la carta a los Reyes de Oriente llegó el momento de ir a comprar el árbol de Navidad y el Belén. Pero cuando llegaron a la tienda, estaba agotada la decoración navideña.

Ante esto, Jorge vio una estrella desde la ventana del coche y rezó: Ya sé que no rezo mucho, perdón, pero quiero encontrar un Belén y un árbol de Navidad. De pronto se les paró el coche, se bajaron, y se les apareció un ángel que dijo a Jorge: Has sido muy bueno en quitar cosas de la lista así que os daré el Belén y el árbol.

Pasaron tres minutos y continuó el ángel: Miren en el maletero y veréis. Mientras el ángel se fue. Juan dijo: ¡Eh, muchas gracias!

Pero, ¿qué pasa con el coche? Y dijo la madre: ¡Anda, si ya funciona! ¡Se ha encendido solo! Y el padre dio las gracias de nuevo.

Por fin llegó el día tan esperado, el Día de Reyes. Cuando Jorge se levantó y fue a ver los regalos que le habían traído, se llevó una gran sorpresa. Le habían traído las veinticinco cosas de la lista.

Enseguida despertó a sus padres y les dijo que quería repartir sus juguetes con los niños más pobres. Pasó una semana y el niño trajo a casa a muchos niños pobres.

La madre de Jorge hizo el chocolate y pasteles para todos. Todos fueron muy felices. Y colorín, colorado, este cuento acabado.
jueves, 5 de enero de 2012
Érase una vez tres reyes magos que vinieron de oriente siguiendo una estrella. Los tres son viejecitos. El rey Melchor es alto, con una barba blanca y unos ojos azules. El rey Baltasar tiene la piel negra y brillante, es el menos viejecito de todos. El rey Gaspar tiene la barba y el pelo rojo; tiene el porte de un rey, claro, ¡es un rey !, su nariz cae como un gancho sobre la boca y en sus labios se dibuja una sonrisa misteriosa. Yo os digo, amigos míos, que no perdáis de vista a este viejecito…

Los tres reyes van caminando durante la noche por un camino largo; las estrellas brillan, serenas; abajo, en la tierra, tal vez a lo lejos, se ve el resplandor de una lucecita. Esta lucecita indica una ciudad. Los Magos van a recorrer sus calles, se detendrán ante las casas y dejarán en los balcones los regalos esperados. Ya lo habréis oído contar, estos reyes eran muy ricos y les ponían sus regalos a tooodos los niños de tooodas las casas, de tooodas las ciudades; pero ha pasado mucho tiempo y los tesoros de los magos ya no son tan abundantes. Así Melchor, Gaspar y Baltasar cada año sólo pueden dejar sus regalos a unos pocos niños.

Los Magos se han detenido a las puertas de la ciudad. Melchor, el de la barba blanca y los ojos azules, tiene una gran arca. Baltasar, que tienes los ojos color azabache, también, y en ella buscan algo para dejar en el balcón del niño elegido. Gaspar, amigos míos, no tiene arca, no tiene equipaje, ni caballo, ni asno en que llevar lo que ha de regalar a los niños, pero tiene una nariz un poco encorvada, unos ojos de mirada soñadora y una sonrisa misteriosa en sus labios.

Los tres Magos se disponen a entrar en la ciudad. Como van siendo ya pobres, no se paran en todos los balcones, sino que dejan sus regalos en unos y pasan de largo ante otros. Cada rey elige a un niño para dejarle su regalo. Y así de tanto en tanto, Melchor llega a una casa, abre su arcón y deja en la ventana su regalo. Lo que este rey de la barba blanca regala se llama “Inteligencia”. Al cabo de un largo rato, Baltasar se detiene ante otra casa, mete la mano en su tesoro y pone su obsequio en la ventana. Lo que este rey de ojos negros como una noche sin luna regala es la “Bondad”.

Y sólo el rey Gaspar, el rey de nariz picuda y labios sonrientes, sólo este rey pasa, y pasa y pasa ante los balcones y sólo se detiene ante uno, o dos, o tres de cada ciudad. Y ¿qué es lo que hace entonces el Rey Gaspar? ¿Qué es lo que regala este rey?. Todo el tesoro de este rey está en una diminuta caja de plata que el lleva en uno de sus bolsillos. Cuando Gaspar se detiene ante un balcón, allá, muy de tarde en tarde, coje su pequeña caja, la abre con cuidado y pone su regalo en el balcón. No es nada lo que ha puesto; parece insignificante: es como humo que se disipa al menor viento; pero este niño favorecido con tal regalo gozará de él durante toda su vida y no se separarán de él ni la felicidad ni la alegría.

El rey Gaspar ha depositado ya su regalo. Sus ojos verdes, no os he dicho antes que eran verdes, brillan fosforescentes; su nariz parece que baja más sobre la boca, y en los labios se dibuja con más profundidad su sonrisa. Acercaos, niños; yo os quiero decir lo que el rey Gaspar lleva en su caja. Sobre la tapa, con letras diminutas, pone: “Ilusiones”.
miércoles, 4 de enero de 2012
En su viaje, guiados día y noche por el rastro de luz de la estrella, los Magos, a fin de descansar, quisieron detenerse al pie de las murallas de Samaria, que se alzaba sobre una colina, entre bosquetes de olivo y setos de cactos espinosos. Pero un instinto indefinible les movió a cambiar de propósito: la ciudad de Samaria era el punto más peligroso en que podían hacer alto. Acababa de reedificarla Herodes sobre las ruinas que habían hacinado los soldados de Alejandro el macedón siglos antes, y la poblaban colonos romanos que hacía poco trocaron la espada corta por el arado y el bieldo; gente toda a devoción del sanguinario tetrarca y dispuesta a sospechar del extranjero, del caminante, cuando no a despojarle de sus alhajas y viáticos.

Siguieron, pues, la ruta, atravesando los campos sembrados de trigo, evitando la doble hilera de erguidas columnas que señalaban la entrada triunfal de la ciudad, y buscando la sombra de los olivos y las higueras, el oasis de algún manantial argentino. Abrasaba el sol y en las inmediaciones de la villita de Betulia la desnudez del paisaje, la blancura de las rocas, quemaban los ojos.

«Ahí no encontraremos sino pozos y cisternas, y yo quisiera beber agua que brotase a mi vista» -murmuró, revolviendo contra el paladar la seca lengua, el anciano Rey Baltasar, que tenía sedientas las pupilas, más aún que las fauces, y se acordaba de los anchos ríos de su amado país del Irán, de la sabana inmensa del Indo, del fresco y misterioso lago de Bactegán, en cuyas sombrosas márgenes triscan las gacelas.

La llanura, uniforme y monótona, se prolongaba hasta perderse de vista; campos de heno, planicies revestidas de espinos y de malas hierbas, es todo lo que ofrecía la perspectiva del horizonte. En el cielo, de un azul de ultramar, las nubes ensangrentadas del poniente devoraban el resplandor de la estrella, haciéndola invisible.

Entonces Melchor, el Rey negro, desciende de su montura, y cruzando sobre el pecho los brazos, arrodillándose sin reparo de manchar de polvo su rica túnica de brocado de plata franjeada de esmeraldas y plumas de pavo real, coge un puñado de arena y lo lleva a los labios, implorando así:
-Poder celeste, no des otra bebida a mi boca, pero no me escondas tu luz. ¡Que la estrella brille de nuevo!

Como una lámpara cuando recibe provisión de aceite, la estrella relumbró y chispeó. Al mismo tiempo, los otros dos Magos exhalaron un grito de alegría: era que se avistaban las blancas mansiones y los grupos de palmeras seculares de En-Ganim. En Palestina ver palmeras es ver la fuente.

Gozosa se dirigió la comitiva al oasis, y al descubrir el agua, al escuchar su refrigerante murmullo, todos descendieron de los camellos y dromedarios y se postraron dando gracias, mientras los animales tendían el cuello y el hocico, venteando los húmedos efluvios de la corriente. Así que bebieron, que colmaron los odres, que se lavaron los pies y el rostro, acamparon y durmieron apaciblemente allí, bajo las palmeras, a la claridad de la estrella, que refulgía apacible en lo alto del cielo.

Al alba dispusiéronse a emprender otra vez la jornada en busca del Niño. La mañana era despejada y radiante. Los rebaños de En-Ganim salían al pastoreo, y las innumerables ovejas blancas, moviéndose en la llanura, parecían ejércitos fantásticos. La proximidad de la comarca donde se asienta Jerusalén se conocía en la mayor feracidad del terreno, en la verdura del tupido musgo, en la copia de hierba y florecillas silvestres, que no había conseguido marchitar el invierno.

Baltasar y Gaspar reflexionaban, al ritmo violento del largo zancajear de sus monturas. Pensaban en aquel Niño, Rey de reyes, a quien un decreto de los astros les mandaba reverenciar y adorar y colmar de presentes y de homenajes. En aquel Niño, sin duda alguna, iba a reflorecer el poderío incontrastable de los monarcas de Judá y de Israel, leones en el combate, gobernantes felicísimos en la paz; y la vasta monarquía, con sus recuerdos de gloria, llenaba la mente de los dos Magos. ¡Qué sabiduría, qué infusa ciencia la de Salomón, aquel que había subyugado a todos sus vecinos desde los faraones egipcios hasta los comerciantes emporios de Tiro y Sidón; el que construyó el templo gigante, con sus mares de bronce, sus candelabros de oro, su terrible y velado tabernáculo, sus bosques de columnas de mármol, jaspe y serpentina, sus incrustaciones de corales, sus chapeados de marfil! ¡Qué magnificencia la del que deslumbró con su recibimiento a la reina de Saba, a Balkis la de los aromas, la que traía consigo los tesoros de Oriente y las rarezas venidas de las tres partes del mundo, recogidas sólo para ella y que ella arrojaba, envueltas en paños de púrpura al pie del trono del rey! Cerrando los ojos, Baltasar y Gaspar veían la escena, contemplaban la sarta de perlas desgranándose, los colmillos de elefante ostentando sus complicadas esculturas, los pebeteros humeando y soltando nubes perfumadas, los monillos jugando, los faisanes y pavos reales haciendo la rueda, los citaristas y arpistas tañendo, y Balkis, envuelta en su larga túnica bordada de turquesas y topacios, protegida del sol por los inmersos abanicos de pluma, adelantándose con los brazos abiertos para recibir en ellos a Salomón... No podían dudarlo. El Niño a quien iban a adorar sería con el tiempo otro Salomón, más grande, más fuerte, más opulento, más docto que el antiguo. Sometería a todas las naciones; ceñiría la corona del universo, y bajo su solio, salpicado de diamantes, se postraría la opresora ciudad del Lacio. Sí, la ávida loba romana lamería, domada, los pies de aquel Niño prodigioso...

Mientras rumiaban tales ideas, la estrella desaparecía, extinguiéndose. Encontráronse perdidos, sin guía, en la dilatada llanura. Miraron en torno, y con sorpresa advirtieron que se había separado de ellos Melchor. Una niebla densa y sombría, alzándose de los pantanos y esteros, les había engañado y extraviado, de fijo. Turbados y tristes, probaron a orientarse; pero la costumbre de seguir a la estrella y el desconocimiento completo de aquel país que cruzaban eran insuperables obstáculos para que lograsen su intento.

Ocurrióseles buscar una guía, y clamaron en el desierto, porque a nadie veían ni se vislumbraba rastro de habitación humana. Por fin, aparecióse un pastor muy joven, vestido de lana azul, sujeto a la frente el ropaje con un rollo de lino blanco. Y al escuchar que los viajeros iban en busca del Niño Rey, el rústico sonrió alegremente y se ofreció a conducirlos:
-Yo le adoré la noche en que nació -dijo transportado.

-Pues llévanos a su palacio y te recompensaremos.

-¡A su palacio! El Niño está en una cuevecilla donde solemos recoger el ganado cuando hace mal tiempo.

-Qué, ¿no tiene palacio? ¿No tiene guardias?

-Una mula y un buey le calientan con su aliento... -respondió el pastor-. Su Madre y su Padre, el Carpintero Josef de Nazaret, le cuidan y le velan amorosos...

Gaspar y Baltasar trocaron una mirada que descubría confusión, asombro y recelo. El pastor debía de equivocarse; no era posible que tan gran Rey hubiese nacido así, en la miseria, en el abandono. ¿Qué harían? ¿Si pidiesen consejo a Melchor? Pero Melchor, envuelto en la niebla, caminaba con paso firme; la estrella no se había oscurecido para él. Hallábase ya a gran distancia, cuando por fin oyó las voces, los gritos de sus compañeros:
-¡Eh, eh, Melchor! ¡Aguárdanos!

El Mago de negra piel se detuvo y clamó a su vez:
-Estoy aquí, estoy aquí...

Al juntarse por último la caravana, Melchor divisó al pastorcillo y supo las noticias que daba del Niño Rey.

-Este pobre zagal nos engaña o se engaña -exclamó Gaspar enojado-. Dice que nos guiará a un establo ruinoso, y que allí veremos al Hijo de un carpintero de Nazaret. ¿Qué piensas, Melchor? El sapientísimo Baltasar teme que aquí corramos grave peligro, pues no conocemos el terreno, y si nos aventuramos a preguntar infundiremos sospechas, seremos presos y acaso nos recluya Herodes en sus calabozos subterráneos. La estrella ya no brilla y nuestro corazón desmaya.

Melchor guardó silencio. Para él no se había ocultado la estrella ni un segundo. Al contrario, su luz se hacía más fulgente a medida que adelantaban, que se aproximaban al establo. Y en su imaginación, Melchor lo veía: una cueva abierta en la caliza, un pesebre mullido con paja y heno, una mujer joven y celestialmente bella agasajando a un Niño tiernecito, que tiembla de frío; un Niño humilde, rosado, blanco, que bendice, que no llora. Lo singular es que la cueva, en vez de estar oscura, se halla inundada de luz, y que una música inefable apenas perceptible, idealmente delicada y melodiosa resuena en sus ámbitos. La cueva parece que es toda ella claridad y armonía. Melchor oye extasiado; se baña, se sumerge en la deliciosa música y en los resplandores de oro que llenan la caverna y cercan al Niño.

-¿No oyes, Melchor? Te preguntamos si debemos continuar el viaje... o volvernos a nuestra patria, por no ser encarcelados y oprimidos aquí.

-Y vosotros, ¿no oís la música? -repite Melchor, por cuyas mejillas de ébano resbalan gotas de dulce llanto.

-Nada oímos, nada vemos... -responden los dos Magos, afligidos.

-Orad, y veréis... Orad, y oiréis... Orad, y Dios se revelará a vosotros.

Magos y séquito echan pie a tierra, extienden los tapices, y de pie sobre ellos, vuelta la cara al Oriente, elevan su plegaria. Y la estrella, poco a poco, como una mirada de moribundo que se reanima al aproximarse al lecho un ser querido, va encendiéndose, destellando, hasta iluminar completamente el sendero, que se alarga y penetra en la montaña, en dirección de Belén.

La niebla se disipa; el paisaje es risueño, pastoril, fresco, florido, a pesar de la estación; claros arroyillos surcan la tierra, y resuena, como en mayo, el gorjeo de las aves, que acompaña el tilinteo de la esquila y el cántico de los pastores, recostados bajo los terebintos y los cedros, siempre verdes. Los Magos, terminada su plegaria, emprenden el camino llenos de esperanza y de seguridad. Una cohorte de soldados a caballo se cruza con la caravana: es un destacamento romano, arrogante y belicoso; el sol saca chispas de sus corazas y yelmos; ondean las crines, flotan las banderolas, los cascos de los caballos hieren el suelo con provocativa furia. Los Magos se detienen, temerosos. Pero el destacamento pasa a su lado y no da muestras de notar su presencia. Ni pestañean, ni vuelven la cabeza, ni advierten nada.

-Van ciegos -exclama Melchor.

Y los Magos aprietan el paso, mientras se aleja la cohorte.
martes, 3 de enero de 2012


















Hola a todos:

         Ya después de un mes y algo más de vacaciones en España, ya pronto me vuelvo a Perú, concretamente a la misión de Moyobamba, y cómo todos los meses os he escrito desde la selva peruana, ahora os escribo desde la selva urbana, para un poco también querer contar mis impresiones en mis vacaciones.

         He estado visitando colegios, institutos, parroquias, grupos de hermandades…, especialmente significativo ha sido el ir al Colegio Marín de Vargas y al Instituto de Secundaria Delgado de Blakembury, pues fueron dónde yo estudié de niño y de joven en mi pueblo de Las Cabezas de San Juan. También muy emocionante fue la visita a las parroquias en las que estuve de párroco y de diácono. He podido apreciar la sensibilidad de mucha gente de todas las edades hacía las misiones, incluso algunos creo que me visitaran en el verano. Pero tengo que decir que he visto a mis niños pobres, como dice uno de mis sobrinos más felices que ellos, como yo les decía que no tenían, ni luz, ni agua, que tenían que caminar incluso algunos dos horas para llegar al colegio, y los he echado de menos esa sonrisa, ese cariño y esa felicidad que te transmiten, que los de acá no saben transmitirla o no caen en esas cosas que son fundamentales, aunque tengan muchas cosas materiales nunca tienen que perder valores tan auténticos, como el amor, la amistad, la generosidad….

         He colaborado con la Delegación de Misiones, en el encuentro de la Infancia Misionera, celebrado el pasado mes de Enero en el Colegio Claret, y como se dedicaba a América latina, la verdad es que disfruté bastante, como yo digo en todas las charlas todos tenemos que ser misioneros, porque la iglesia es misionera, y como diría San Pablo, anunciar el evangelio de Cristo a tiempo y a destiempo.

         Ya dentro de unos días volveré otra vez a la misión en primera línea, allá en la selva peruana, que me están esperando como agua de mayo, por los correos que recibo casi diarios de los contactos de la ciudad de Moyobamba, y yo también deseoso de encontrarme de nuevo para trabajar durante este año con ellos.

         Muchas gracias a todos los que me habéis ayudado y que me seguís ayudando, tanto económicamente como espiritualmente, pedir disculpas a aquellos que por circunstancias ajenas a mi voluntad no nos pudimos ver, espero que el año que viene cuando vuelva otra vez nos podamos ver.

         Unidos en la oración a los Sagrados Corazones de Jesús y de María.

José Diego Román Fernández, sacerdote diocesano de Sevilla, en la misión de Moyobamba en Perú, pero este mes de vacaciones en España. Aquí os dejo algunas fotos de mi paso por España, para que sirva de homenaje a tantas personas que me ayudan durante todo el año cuando estoy en la selva peruana. En algunos colegios e institutos han quedado y me llevo para allá varias cartas de clases enterar para llevárselas a niños como ellos que están en sus clases, con su misma edad, para que conozcan otra realidad. Infinitas gracias a cada uno de ustedes.

Allá lejos en el bosque había un pino: ¡qué pequeño y qué bonito era! Tenía un buen sitio donde crecer y todo el aire y la luz que quería, y estaba además acompañado por otros camaradas mayores que él, tanto pinos como abetos. ¡Pero se empeñaba en crecer con tan apasionada prisa!

No prestaba la menor atención al sol ni a la dulzura del aire, ni ponía interés en los niños campesinos que pasaban charlando por el sendero cuando salían a recoger frutillas. A veces llegaban con una canasta llena, o con unas cuantas ensartadas en una caña, y se sentaban a su lado. " ¡Mira qué arbolito tan lindo!" decían. Pero al arbolito no le gustaba nada oírles hablar así.

Al año siguiente se alargó hasta echar un nuevo nudo, y un año después, otro más alto aún. Ya se sabe que, tratándose de pinos, siempre es posible conocer su edad por el número de nudos que tienen.

"¡Oh, si pudiera ser tan alto como los demás árboles!" suspiraba. "Entonces podría extender mis ramas todo alrededor y miraría el vasto mundo desde mi copa. Los pájaros vendrían a hacer sus nidos en mis ramas y, siempre que soplase el viento, podría cabecear tan majestuosamente como los otros".

No lo contentaban los pájaros ni el sol, ni las rosadas nubes que, mañana y tarde, cruzaban navegando allá en lo alto.

Cuando venía el invierno y la resplandeciente blancura de la nieve se esparcía por todas partes, era frecuente que algún conejo se acercase dando rápidos brincos y saltase justamente por encima del pinito. " ¡Oh, qué humillante era aquello!" Pero pasaron dos inviernos, y al tercero había crecido tanto, que los conejos viéronse forzados a rodearlo. "Sí, crecer, crecer, hacerse alto y mayor; esto es lo importante", pensaba.

En el otoño siempre venían los leñadores a cortar algunos de los árboles más altos. Todos los años pasaba lo mismo, y el joven pino, que ya tenía una buena altura, temblaba sólo de verlos, pues los árboles más grandes y espléndidos crujían y acababan desplomándose en tierra. Entonces les cortaban todas las ramas, y quedaban tan despojados y flacos que era imposible reconocerlos; luego los cargaban en carretas y los caballos los arrastraban fuera del bosque.

¿Adónde se los llevaban? ¿Cuál sería su suerte?

En la primavera, tan pronto llegaban la golondrina y la cigüeña, el árbol les preguntaba: " ¿Saben ustedes adónde han ido los otros árboles, adónde se los han llevado? ¿Los han visto acaso? "

Las golondrinas nada sabían, pero la cigüeña se quedó pensativa y respondió, moviendo la cabeza: "Sí, creo saberlo. A mi regreso de Egipto encontré un buen número de nuevos veleros; tenían unos mástiles espléndidos, y en cuanto sentí el aroma de los pinos comprendí que eran ellos. ¡Oh, y qué derechos iban! "

"¡Cómo me gustaría ser lo bastante grande para volar atravesando el mar! Y dicho sea de paso, ¿cómo es el mar? ¿A qué se parece? "

"Sería demasiado largo explicártelo "respondió la cigüeña, y prosiguió su camino.

"Alégrate de tu juventud" —dijeron los rayos del sol; "alégrate de tu vigoroso crecimiento y de la nueva vida que hay en ti".

Y el viento besó al árbol, y el rocío lo regó con sus lágrimas. Pero él era aún muy tierno y no comprendía las cosas.

Al acercarse la Navidad los leñadores cortaron algunos pinos muy jóvenes, que ni en edad ni en tamaño podían medirse con el nuestro, siempre inquieto y siempre anhelando marcharse. A estos jóvenes pinos, que eran justamente los más hermosos, les dejaron todas sus ramas. Así los depositaron en las carretas y así se los llevaron los caballos fuera del bosque.

"¿Adónde pueden ir?" se preguntaba el pino. "No son mayores que yo; hasta había uno que era mucho más pequeño. ¿Por qué les dejaron todas sus ramas? ¿Adónde los llevan?"

"¡Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos!" piaron los gorriones.

"Hemos atisbado por las ventanas, allá en la ciudad; nosotros sabemos adónde han ido. Allí les esperan toda la gloria y todo el esplendor que puedas imaginarte. Nosotros hemos mirado por los cristales de las ventanas y vimos cómo los plantaban en el centro de una cálida habitación, y cómo los adornaban con las cosas más bellas del mundo: manzanas doradas, pasteles de miel, juguetes y cientos de velas".

"¿Y luego?" preguntó el pino, estremeciéndose en todas sus ramas. "¿Y luego? ¿Qué pasa luego?"

"Bueno, no vimos más" respondieron los gorriones. "Pero lo que vimos era magnífico".

"¡Si tendré yo la suerte de ir alguna vez por tan deslumbrante sendero!" exclamó el árbol con deleite. "Es aun mejor que cruzar el océano. ¡Qué ganas tengo de que llegue la Navidad! Ahora soy tan alto y frondoso como los que se llevaron el año pasado. ¡Oh, si estuviese ya en la carreta, si estuviese ya en esa cálida habitación en medio de ese brillo resplandeciente! ¿Y luego? Sí, luego tiene que haber algo mejor, algo aún más bello esperándome, porque si no, ¿para qué iban a adornarme de tal modo?, algo mucho más grandioso y espléndido. Pero ¿qué podrá ser? ¡Oh, qué dolorosa es la espera! Yo mismo no sé lo que me pasa".

"Alégrate con nosotros",dijeron el viento y la luz del sol, "alégrate de tu vigorosa juventud al aire libre".

Pero el pino no tenía la menor intención de seguir su consejo. Continuó creciendo y creciendo; allí se estaba en invierno lo mismo que en verano, siempre verde, de un verde bien oscuro. La gente decía al verlo: " ¡Ése sí que es un hermoso árbol!". Y al llegar la Navidad fue el primero que derribaron. El hacha cortó muy hondo a través de la corteza, hasta la médula, y el pino cayó a tierra con un suspiro, desfallecido por el dolor, sin acordarse para nada de sus esperanzas de felicidad. Lo entristecía saber que se alejaba de su hogar, del sitio donde había crecido; nunca más vería a sus viejos amigos, los pequeños arbustos y las flores que vivían a su alrededor, y quizás ni siquiera a los pájaros. No era nada agradable aquella despedida.

No volvió en sí hasta que lo descargaron en el patio con los otros árboles y oyó a un hombre que decía: " Éste es el más bello, voy a llevármelo". Vinieron, pues, dos sirvientes de elegante uniforme y lo trasladaron a una habitación espléndida. Había retratos alrededor, colgados de todas las paredes, y dos gigantescos jarrones chinos, con leones en las tapas, junto a la enorme chimenea de azulejos. Había sillones, sofás con cubiertas de seda, grandes mesas atestadas de libros de estampas y juguetes que valían cientos de pesos, o al menos así lo creían los niños. Y el árbol fue colocado en un gran barril de arena, que nadie habría reconocido porque estaba envuelto en una tela verde, y puesto sobre una alfombra de colores brillantes. ¡Cómo temblaba el pino! ¿Qué pasaría luego? Tanto los sirvientes como las muchachas se afanaron muy pronto en adornarlo. De sus ramas colgaron bolsitas hechas con papeles de colores, cada una de las cuales estaba llena de dulces. Las manzanas doradas y las nueces pendían en manojos como si hubiesen crecido allí mismo, y cerca de cien velas, rojas, azules y blancas quedaron sujetas a las ramas. Unas muñecas que en nada se distinguían de las personas —muñecas como no las había visto antes el pino— tambaleándose entre el verdor, y en lo más alto de todo habían colocado una estrella de hojalata dorada. Era magnífico; jamás se había visto nada semejante.

"Esta noche" decían todos, "esta noche sí que va a centellear. ¡Ya verás!"

"¡Oh, si ya fuese de noche!”, pensó el pino. "¡Si ya las velas estuviesen encendidas! ¿Qué pasará entonces?, me pregunto.

¿Vendrán a contemplarme los árboles del bosque? ¿Volarán los gorriones hasta los cristales de la ventana? ¿Echaré aquí raíces y conservaré mis adornos en invierno y en verano?”

Esto era todo lo que el pino sabía. De tanta impaciencia, comenzó a dolerle la corteza, lo que es tan malo para un árbol como el dolor de cabeza para nosotros.

Por fin se encendieron las velas y ¡qué deslumbrante fiesta de luces! El pino se echó a temblar con todas sus ramas, hasta que una de las velas prendió fuego a las hojas. ¡Huy, cómo le dolió aquello! "¡Oh, qué lástima!" exclamaron las muchachas, y apagaron rápidamente el fuego.

El árbol no se atrevía a mover una rama; tenía terror de perder alguno de sus adornos y se sentía deslumbrado por todos aquellos esplendores… De pronto se abrieron de golpe las dos puertas corredizas y entró en tropel una bandada de niños que se abalanzaron sobre el pino como si fuesen a derribarlo, mientras las personas mayores los seguían muy pausadamente. Por un momento los pequeñuelos se quedaron mudos de asombro, pero sólo por un momento. Enseguida sus gritos de alegría llenaron la habitación. Se pusieron a bailar alrededor del pino, y luego le fueron arrancando los regalos uno a uno.

"Pero, ¿qué están haciendo?”, pensó el pino. ¿Qué va a pasar ahora?". Las velas fueron consumiéndose hasta las mismas ramas, y en cuanto se apagó la última, dieron permiso a los niños para que desvalijasen al árbol. Precipitáronse todos a una sobre él, haciéndolo crujir en todas y cada una de sus ramas, y si no hubiese estado sujeto del techo por la estrella dorada de la cima se habría venido al suelo sin remedio.

Los niños danzaron a su alrededor con los espléndidos juguetes, y nadie reparó ya en el árbol, a no ser una vieja nodriza que iba escudriñando entre las hojas, aunque sólo para ver si por casualidad quedaban unos higos o alguna manzana rezagada.

"¡Un cuento, cuéntanos un cuento!" exclamaron los niños, arrastrando con ellos a un hombrecito gordo que fue a sentarse precisamente debajo del pino. "Aquí será como si estuviésemos en el bosque" les dijo, "y al árbol le hará mucho bien escuchar el cuento. Pero sólo les contaré una historia. ¿Les gustaría el cuento de Ivede-Avede, o el de Klumpe-Dumpe, que aun cayéndose de la escalera subió al trono y se casó con la princesa?"

"¡Klumpe-Dumpe!" gritaron algunos, y otros reclamaron a Ivede-Avede. El griterío y el ruido eran tremendos; sólo el pino callaba, pensando: " ¿Me dejarán a mí fuera de todo esto? ¿Qué papel me tocará representar?" Pero, claro, ya había desempeñado su papel, ya había hecho justamente lo que tenía que hacer.

El hombrecito gordo les contó la historia de Klumpe-Dumpe, que aun cayéndose de la escalera subió al trono y se casó con la princesa. Y los niños aplaudieron y exclamaron: " ¡Cuéntanos otros! ¡Uno más!". Querían también el cuento de Ivede-Avede, pero tuvieron que contentarse con el de Klumpe-Dumpe. El pino permaneció silencioso en su sitio, pensando que jamás los pájaros del bosque habían contado una historia semejante. "De modo que Klumpe-Dumpe se cayó de la escalera y, a pesar de todo, se casó con la princesa. ¡Vaya, vaya; así es como se progresa en el gran mundo!"., pensaba. “Seguro que tenía que ser cierto si aquel hombrecito tan agradable lo contaba. Bien, ¿quién sabe? Quizás me caiga yo también de una escalera y termine casándome con una princesa." Y se puso a pensar en cómo lo adornarían al día siguiente, con velas y juguetes, con oropeles y frutas.

"Mañana sí que no temblaré" se decía. "Me propongo disfrutar de mi esplendor todo lo que pueda. Mañana escucharé de nuevo la historia de Klumpe-Dumpe, y quizás también la de Ivede-Avede". Y toda la noche se la pasó pensando en silencio.

A la mañana siguiente entraron el criado y la sirvienta.

"Ahora las cosas volverán a ser como deben",  pensó el pino. Nada más lejos de ello, lo sacaron de la estancia y, escaleras arriba, lo condujeron al desván, donde quedó tirado en un rincón oscuro, muy lejos de la luz del día. "¿Qué significa esto? se maravillaba el pino. "¿Qué voy a hacer aquí arriba? ¿Qué cuentos puedo escuchar así?" Y se arrimó a la pared, y allí se estuvo pensando y pensando… Tiempo para ello tenía de sobra, mientras pasaban los días y las noches. Nadie subía nunca, y cuando por fin llegó alguien fue sólo para amontonar unas cajas en el rincón. Parecía que lo habían olvidado totalmente.

"Ahora es el invierno afuera”, pensaba el pino. “La tierra estará dura y cubierta de nieve, de modo que sería imposible que me plantasen; tendré que permanecer en este refugio hasta la primavera. ¡Qué considerados son! ¡Qué buena es la gente!… Si este sitio no fuese tan oscuro y tan terriblemente solitario!… Si hubiese siquiera algún conejito… ¡Qué alegre era estar allá en el bosque, cuando la nieve lo cubría todo y llegaba el conejo dando saltos! Sí, ¡aun cuando saltara justamente por encima de mí, y a pesar de que esto no me hacía ninguna gracia! Aquí está uno terriblemente solo."

"¡Cuic!" chilló un ratoncito en ese mismo momento, colándose por una grieta del piso; y pronto lo siguió otro. Ambos comenzaron a husmear por el pino y a deslizarse entre sus ramas.

"Hace un frío terrible" dijeron los ratoncitos, "aunque éste es un espléndido sitio para estar. ¿No te parece, viejo pino?"

"Yo no soy viejo" respondió el pino. "Hay muchos árboles más viejos que yo".

"¿De dónde has venido?" preguntaron los ratones, pues eran terriblemente curiosos, " ¿qué puedes contarnos? Háblanos del más hermoso lugar de la tierra. ¿Has estado en él alguna vez? ¿Has estado en la despensa donde los quesos llenan los estantes y los jamones cuelgan del techo, donde se puede bailar sobre velas de sebo y el que entra flaco sale gordo?"

"No" respondió el pino, "no conozco esa despensa, pero en cambio conozco el bosque donde brilla el sol y cantan los pájaros".

Y les habló entonces de los días en que era joven. Los ratoncitos no habían escuchado nunca nada semejante, y no perdieron palabra. "¡Hombre, mira que has visto cosas!" dijeron. " ¡Qué feliz habrás sido!"

"¿Yo?" preguntó el pino, y se puso a considerar lo que acababa de decir. "Sí, es cierto; eran realmente tiempos muy agradables". Y pasó a contarles lo ocurrido en Nochebuena, y cómo lo habían adornado con pasteles y velas.

"¡Oooh!" dijeron los ratoncitos. "¡Sí que has sido feliz, viejo pino!"

"Yo no tengo nada de viejo" repitió el pino." Fue este mismo invierno cuando salí del bosque. Estoy en plena juventud: lo único que pasa es que, por el momento, he dejado de crecer".

"¡Qué lindas historias cuentas!" dijeron los ratoncitos. Y a la noche siguiente regresaron con otros cuatro que querían escuchar también los relatos del pino. Cuantas más cosas contaba, mejor lo iba recordando todo, y se decía: "Aquellos tiempos sí que eran realmente buenos; pero puede que vuelvan otra vez, puede que vuelvan… Klumpe-Dumpe se cayó de la escalera y, aun así, se casó con la princesa; quizás a mí me pase lo mismo". Y justamente entonces el pino recordó a una tierna y pequeña planta de la familia de los abedules que crecía allá en el bosque, y que bien podría ser, para un pino, una bellísima princesa.

"¿Quién es Klumpe-Dumpe?" preguntaron los ratoncitos. Y el pino les contó toda la historia, pues podía recordar cada una de sus palabras; y los ratoncitos se divirtieron tanto que querían saltar hasta la punta del pino de contentos que estaban. A la noche siguiente acudieron otros muchos ratones, y, el domingo, hasta se presentaron dos ratas. Pero éstas declararon que el cuento no era nada entretenido, y esto desilusionó tanto a los ratoncitos, que también a ellos empezó a parecerles poco interesante.

"¿Es ése el único cuento que sabes?" preguntaron las ratas.

"Sí, el único" respondió el pino. "Lo oí la tarde más feliz de mi vida, aunque entonces no me daba cuenta de lo feliz que era".

"Es una historia terriblemente aburrida. ¿No sabes ninguna sobre jamones y velas de sebo? ¿O alguna sobre la despensa? "

"No" dijo el pino.

"Bueno, entonces, muchas gracias" dijeron las ratas, y se volvieron a casa.

Al cabo también los ratoncitos dejaron de venir, y el árbol dijo suspirando. "Era realmente agradable tener a todos esos simpáticos y ansiosos ratoncitos sentados a mi alrededor, escuchando cuanto se me ocurría contarles. Ahora esto se acabó también… aunque lo recordaré con gusto cuando me saquen otra vez afuera".

Pero, ¿cuándo sería esto? Ocurrió una mañana en que subieron la gente de la casa a curiosear en el desván. Movieron de sitio las cajas y el árbol fue sacado de su escondrijo. Por cierto que lo tiraron al suelo con bastante violencia, y, enseguida, uno de los hombres lo arrastró hasta la escalera, donde brillaba la luz del día.

"¡La vida comienza de nuevo para mí!", pensó el árbol. Sintió el aire fresco, los primeros rayos del sol… y ya estaba afuera, en el patio. Todo sucedió tan rápidamente, que el árbol se olvidó fijarse en sí mismo. ¡Había tantas cosas que ver en torno suyo! El patio se abría a un jardín donde todo estaba en flor. Fresco y dulce era el aroma de las rosas que colgaban de los pequeños enrejados; los tilos habían florecido y las golondrinas volaban de una parte a otra cantando: " ¡Quirre-virre-vit, mi esposo ha llegado ya!" pero, está claro, no era en el pino en quien pensaban.

"¡Esta sí que es vida para mí!" gritó alegremente, extendiendo sus ramas cuanto pudo. Pero, ¡ay!, estaban amarillas y secas y se vio tirado en un rincón, entre ortigas y hierbas malas. La estrella de papel dorado aún ocupaba su sitio en la cima y resplandecía a la viva luz del sol.

En el patio jugaban algunos de los traviesos niños que por Nochebuena habían bailado alrededor del árbol, y a quienes tanto les había gustado. Uno de los más pequeños se le acercó corriendo y le arrancó la reluciente estrella dorada.

"¡Mira lo que aún quedaba en ese feo árbol de Navidad!" exclamó, pisoteando las ramas hasta hacerlas crujir bajo sus zapatos.

Y el árbol miró la fresca belleza de las flores en el jardín, y luego se miró a sí mismo, y deseó no haber salido jamás de aquel oscuro rincón del desván. Recordó la frescura de los días que en su juventud pasó en el bosque, y la alegre víspera de Navidad, y los ratoncitos que con tanto gusto habían escuchado la historia de Klumpe-Dumpe.

"¡Todo ha terminado!" se dijo. " ¡Lástima que no haya sabido gozar de mis días felices! ¡Ahora, ya se fueron para siempre!"

Y vino un sirviente que cortó el árbol en pequeños pedazos, hasta que hubo un buen montón que ardió en una espléndida llamarada bajo la enorme cazuela de cobre. Y el árbol gimió tan alto que cada uno de sus quejidos fue como un pequeño disparo. Al oírlo, los niños que jugaban acudieron corriendo y se sentaron junto al fuego; y mientras miraban las llamas, gritaban: "¡pif!, ¡paf!", a coro. Pero a cada explosión, que era un hondo gemido, el árbol recordaba un día de verano en el bosque, o una noche de invierno allá afuera, cuando resplandecían las estrellas. Y pensó luego en la Nochebuena y en Klumpe-Dumpe, el único cuento de hadas que había escuchado en su vida y el único que podía contar… Y cuando llegó a este punto, ya se había consumido enteramente.

Los niños seguían jugando en el patio. El más pequeño se había prendido al pecho la estrella de oro que había coronado al pino la noche más feliz de su vida. Pero aquello se había acabado ya, igual que se había acabado el árbol, y como se acaba también este cuento. ¡Sí, todo se acaba, como les pasa al fin a todos los cuentos!
lunes, 2 de enero de 2012
Esto eran unos niños muy muy pobres que en la víspera del día de Reyes iban caminando por un monte y, como era invierno, en seguida se hizo de noche, pero los pobrecitos seguían andando.

Entonces se encontraron con una señora que les dijo:
-¿Adónde vais tan de noche, que está helando?¿No os dais cuenta de que os vais a morir de frío?

Y los niños le contestaron:
-Vamos a esperar a los Reyes, a ver si nos dan aguinaldo.

Y la señora del bosque, que era muy hermosa, les dijo:
-Y ¿qué necesidad teníais de alejaros tanto de vuestra casa? Para esperar a los Reyes sólo habéis de poner vuestros zapatitos en el balcón y después acostaros tranquilamente en vuestras camitas.

A lo que los niños contestaron:
-Es que nosotros no tenemos zapatos, y en nuestra casa no hay balcón, y no tenemos camita sino un montón de paja... Además el año pasado pusimos nuestras alpargatas en la ventana, pero se ve que los Reyes no las vieron porque no nos dejaron nada.

Así que la señora del bosque se sentó en un tronco que había en el suelo y miró a los pequeños, que la contemplaban ateridos sin saber qué hacer; y ella les preguntó que si querían llevar una carta a un palacio y los niños le dijeron que sí que se la llevarían; entonces ella buscó en una bolsa que llevaba colgada de la cintura y sacó un gran sobre sellado que contenía la carta.

-Pues ésta es la carta -dijo, y se la dio.

Luego les explicó cómo tenían que hacer para encontrar el palacio y que el camino era peligroso porque tendrían que pasar ríos que estaban encantados y atravesar bosques que estaban llenos de fieras.

-Los ríos los pasaréis poniéndoos de pie en la carta y la misma carta os llevará a la otra orilla; y para  atravesar los bosques, tomad todos estos pedazos de carne que os doy y, cuando os encontréis con alguna fiera, echadle un pedazo, que os dejará pasar. Y en la puerta del palacio encontraréis una culebra, pero no tengáis miedo: echadle este panecillo que os doy y no os hará nada.

Y los pobrecitos cogieron la carta, la carne y el pan y se despidieron de la señora del bosque.

Conque siguieron su camino y, al poco rato, llegaron a un río de leche, después a un río de miel, después a un río de vino, después a un río de aceite y después a un río de vinagre. Todos los ríos eran muy anchos y ellos eran tan pequeños que les dio miedo no poder cruzarlos, pero hicieron como ella les dijo: echaron la carta al río, se subieron encima de ella y la carta les condujo siempre a la otra orilla.

Cuando terminaron de cruzar los ríos empezaron a encontrar bosques y bosques, a cual más frondoso y oscuro, donde les salían fieras que parecía que los iban a devorar. Unas veces eran lobos, otras tigres, otras leones, todos prestos a devorarlos, pero en cuanto les echaban uno de los pedazos de carne que la señora del bosque les había dado, las fieras los cogían con sus bocas y desaparecían en lo hondo del bosque, dejándolos continuar su camino. Hasta que por fin, cuando ya había caído la noche, vieron a lo lejos el palacio y corrieron hacia él. Pero delante del palacio había una enorme culebra negra que, apenas los vio, se levantó sobre su cola amenazando con comérselos vivos con su inmensa boca; pero los niños le echaron el panecillo y la culebra no les hizo nada y los dejó pasar. Entraron los niños en el palacio y en seguida salió a recibirlos un criado negro, vestido de colorado y de verde, con muchos cascabeles que sonaban al andar; entonces los niños le entregaron la carta y el criado negro, al verla, empezó a dar saltos de alegría y fue a llevársela en una bandeja de plata a su señor.

El señor era un príncipe que estaba encantado en aquel palacio y en cuanto cogió la carta se desencantó; así es que ordenó a su criado que le trajera inmediatamente a los niños y les dijo:

-Yo soy un príncipe que estaba encantado y vuestra carta me ha librado del encantamiento, así que venid conmigo.

Y los llevó a una gran sala donde había quesos de todas clases, y requesón, y jamón en dulce, y miles de golosinas más, para que comieran todo lo que quisieran. Después los llevó a otra sala y en ésta había huevo hilado, yemas de coco, peladillas, pasteles de muchas clases y miles de confituras más, para que comieran lo que quisieran. Y después los llevó a otra sala donde había caballos de cartón, escopetas, sables, aros, muñecas, tambores y miles de juguetes más, para que cogieran los que quisieran. Y después de todo eso, y de besarlos y abrazarlos, les dijo:

-¿Veis este palacio y estos jardines y estos coches con sus caballos? Pues todo es para vosotros porque éste es vuestro aguinaldo de Reyes. Y ahora vamos en uno de estos coches a buscar a vuestros padres para que se vengan a vivir con nosotros.

Los criados engancharon un lujoso coche y se fue el príncipe con los niños a buscar a sus padres. Y ya todo el camino era una carretera muy ancha y muy bien cuidada y los ríos y los bosques y las fieras habían desaparecido. Y luego volvieron todos muy contentos al palacio y vivieron muy felices.

¡Y colorín colorado, este cuento se ha acabado!
domingo, 1 de enero de 2012
La estatua del Príncipe Feliz se alzaba sobre una alta columna, desde donde se dominaba toda la ciudad. Era dorada y estaba recubierta por finas láminas de oro; sus ojos eran dos brillantes zafiros y en el puño de la espada centelleaba un enorme rubí púrpura. El resplandor del oro y las piedras preciosas hacían que los habitantes de la ciudad admirasen al Príncipe Feliz más que a cualquier otra cosa. "Es tan bonito como una veleta", comentaba uno de los regidores de la ciudad a quien le interesaba ganar reputación de hombre de gustos artísticos; "claro que en realidad no es tan práctico" agregaba, porque al mismo tiempo temía que lo consideraran demasiado idealista, lo que por supuesto no era.

"¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz " le decía una madre afligida a su pequeño hijo que lloraba porque quería tener la luna. "El Príncipe Feliz no llora por nada".

"Mucho me consuela el ver que alguien en el mundo sea completamente feliz" murmuraba un hombre infortunado al contemplar la bella estatua.

"De verdad parece que fuese un ángel " comentaban entre ellos los niños del orfelinato al salir de la catedral, vestidos con brillantes capas rojas y albos delantalcitos.

"¿Y cómo saben qué aspecto tiene un ángel?" les refutaba el profesor de matemáticas, "¿Cuándo han visto un ángel?"

"Los hemos visto, señor. ¡Claro que los hemos visto, en sueños! " le respondían los niños, y el profesor de matemáticas fruncía el ceño y adoptaba su aire más severo. Le parecía muy reprobable que los niños soñaran.

Una noche llegó volando a la ciudad una pequeña golondrina. Sus compañeras habían partido para Egipto seis semanas antes, pero ella se había quedado atrás, porque estaba enamorada de un junco, el más hermoso de todos los juncos de la orilla del río. Lo encontró a comienzos de la primavera, cuando revoloteaba sobre el río detrás de una gran mariposa amarilla, y el talle esbelto del junco la cautivó de tal manera, que se detuvo para darle conversación.

"¿Puedo amarte?" le preguntó la golondrina, a quien no le gustaba andarse con rodeos. El junco le hizo una amplia reverencia.La golondrina entonces revoloteó alrededor, rozando el agua con las alas y trazando surcos de plata en la superficie. Era su manera de demostrar su amor. Y así pasó todo el verano.

"Es un ridículo enamoramiento" comentaban las demás golondrinas; "ese junco es desoladoramente hueco, no tiene un centavo y su familia es terriblemente numerosa". Efectivamente toda la ribera del río estaba cubierta de juncos. A la llegada del otoño, las demás golondrinas emprendieron el vuelo, y entonces la enamorada del junco se sintió muy sola y comenzó a cansarse de su amante. "No dice nunca nada" se dijo, "y debe ser bastante infiel, porque siempre coquetea con la brisa". Y realmente, cada vez que corría un poco de viento, el junco realizaba sus más graciosas reverencias. "Además es demasiado sedentario" pensó también la golondrina; "y a mí me gusta viajar. Por eso el que me quiera debería también amar los viajes".

"¿Vas a venirte conmigo?" le preguntó al fin un día. Pero el junco negó con la cabeza, le tenía mucho apego a su hogar.

"¡Eso quiere decir que sólo has estado jugando con mis sentimientos!" se quejó la golondrina. "Yo me voy a las pirámides de Egipto. ¡Adiós!" Y diciendo esto, se echó a volar.

Voló durante todo el día y, cuando ya caía la noche, llegó hasta la ciudad.

"¿Dónde podré dormir?" se preguntó. "Espero que en esta ciudad haya algún albergue donde pueda pernocta".

En ese mismo instante descubrió la estatua del Príncipe Feliz sobre su columna. "Voy a refugiarme ahí" se dijo. "El lugar es bonito y bien ventilado". Y así diciendo, se posó entre los pies del Príncipe Feliz.

"Tengo una alcoba de oro" se dijo suavemente la golondrina mirando alrededor. En seguida se preparó para dormir. Mas cuando todavía no había puesto la cabecita debajo de su ala, le cayó encima un grueso goterón. " ¡Qué cosa más curiosa!" exclamó. "No hay ni una nube en el cielo, las estrellas relucen claras y brillantes, y sin embargo llueve. En realidad este clima del norte de Europa es espantoso. Al junco le encantaba la lluvia, pero era de puro egoísta".

En ese mismo momento cayó otra gota.

"¿Pero para qué sirve este monumento si ni siquiera puede protegerme de la lluvia?" dijo. "Mejor voy a buscar una buena chimenea". Y se preparó a levantar nuevamente el vuelo.

Sin embargo, antes de que alcanzara a abrir las alas, una tercera gota le cayó encima, y al mirar hacia arriba la golondrina vio... ¡Ah, lo que vio!

Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas, y las lágrimas le corrían por las áureas mejillas. Y tan bello se veía el rostro del Príncipe a la luz de la luna, que la golondrina se llenó de compasión.

"¿Quién eres?" preguntó.

"Soy el Príncipe Feliz".

"Pero si eres el Príncipe Feliz, ¿por qué lloras? Casi me has empapado".

"Cuando yo vivía, tenía un corazón humano" contestó la estatua, "pero no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en la Mansión de la Despreocupación, donde no está permitida la entrada del dolor. Así, todos los días jugaba en el jardín con mis compañeros, y por las noches bailábamos en el gran salón. Alrededor del jardín del Palacio se elevaba un muro muy alto, pero nunca me dio curiosidad alguna por conocer lo que había más allá... ¡Era tan hermoso todo lo que me rodeaba! Mis cortesanos me decían el Príncipe Feliz, y de verdad era feliz, si es que el placer es lo mismo que la dicha. Viví así, y así morí. Y ahora que estoy muerto, me han puesto aquí arriba, tan alto que puedo ver toda la fealdad y toda la miseria de mi ciudad, y, aunque ahora mi corazón es de plomo, lo único que hago es llorar".

"¿Cómo?" se preguntó para sí la golondrina, "¿no es oro de ley?" Era un avecita muy bien educada y jamás hacia comentarios en voz alta sobre la gente.

"Allá abajo" siguió hablando la estatua con voz baja y musical "... allá abajo, en una callejuela, hay una casa miserable, pero una de sus ventanas está abierta y dentro de la habitación hay una mujer sentada detrás de la mesa. Tiene el rostro demacrado y lleno de arrugas, y sus manos, ásperas y rojas, están acribilladas de pinchazos, porque es costurera. En este momento está bordando flores de la pasión en un traje de seda que vestirá la más hermosa de las damas de la reina en el próximo baile del Palacio. En un rincón de la habitación, acostado en la cama, está su hijito enfermo. El niño tiene fiebre y pide naranjas. Pero la mujer sólo puede darle agua del río, y el niño llora. Golondrina, golondrina, pequeña golondrina... ¡hazme un favor! Llévale a la mujer el rubí del puño de mi espada, ¿quieres? Yo no puedo moverme, ¿lo ves?... tengo los pies clavados en este pedestal".

"Los míos están esperándome en Egipto" contestó la golondrina. "Mis amigas ya deben estar revoloteando sobre el Nilo, y estarán charlando con los grandes lotos nubios. Y pronto irán a dormir a la tumba del gran Rey, donde se encuentra el propio faraón, en su ataúd pintado, envuelto en vendas amarillas, y embalsamado con especias olorosas. Alrededor del cuello lleva una cadena de jade verde, y sus manos son como hojas secas".

"Golondrina, golondrina, pequeña golondrina" dijo el Príncipe, "¿por qué no te quedas una noche conmigo y eres mi mensajera? ¡El niño tiene tanta sed, y su madre, la costurera, está tan triste!"

"Es que no me gustan mucho los niños" contestó la golondrina. "El verano pasado, cuando estábamos viviendo a orillas del río, había dos muchachos, hijos del molinero, y eran tan mal educados que no se cansaban de tirarme piedras. ¡Claro que no acertaban nunca! Las golondrinas volamos demasiado bien, y además yo pertenezco a una familia célebre por su rapidez; pero, de todas maneras, era una impertinencia y una grosería".

Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste, que finalmente la golondrina se enterneció. "Ya está haciendo mucho frío" dijo, "pero me quedaré una noche contigo y seré tu mensajera".

"Gracias, golondrinita" dijo el Príncipe.

La golondrina arrancó entonces el gran rubí de la espada del Príncipe y, teniéndolo en el pico, voló sobre los tejados. Pasó junto a la torre de la catedral, que tenía ángeles de mármol blanco.

Pasó junto al Palacio, donde se oía música de baile y una hermosa muchacha salió al balcón con su pretendiente. " ¡Qué lindas son las estrellas" dijo el novio, "y qué maravilloso es el poder del amor!"

"Ojalá que mi traje esté listo para el baile de gala" contestó ella. "Mandé bordar en la tela unas flores de la pasión. ¡Pero las costureras son tan flojas!"

La golondrina voló sobre el río y vio las lámparas colgadas en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el barrio de los judíos, donde vio a los viejos mercaderes hacer sus negocios y pesar monedas de oro en balanzas de cobre. Al fin llegó a la pobre casa, y se asomó por la ventana. El niño, en su cama, se agitaba de fiebre, y la madre se había dormido de cansancio. Entonces, la golondrina entró a la habitación y dejó el enorme rubí encima de la mesa, junto al dedal de la costurera.

Después revoloteó dulcemente alrededor del niño enfermo, abanicándole la frente con las alas. " ¡Qué brisa tan deliciosa!" murmuró el niño. "Debo estar mejor" y se quedó dormido deslizándose en un sueño maravilloso.

Entonces la golondrina volvió hasta donde el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho. " ¡Qué raro!" agregó, pero ahora casi tengo calor y sin embargo la verdad es que hace muchísimo frío.

"Es porque has hecho una obra de amor" le explicó el Príncipe. La golondrina se puso a pensar en esas palabras y pronto se quedó dormida. Siempre que pensaba mucho se quedaba dormida.

Al amanecer voló hacia el río para bañarse. "¡Qué fenómeno extraordinario!" exclamó un profesor de ornitología que pasaba por el puente. " ¡Una golondrina en pleno invierno!" Y escribió sobre el asunto una larga carta al periódico de la ciudad. Todo el mundo habló del comentario, tal vez porque contenía muchas palabras que no se entendían.

"Esta noche partiré para Egipto" se decía la golondrina y la idea la hacía sentirse muy contenta. Luego visitó todos los monumentos públicos de la ciudad y descansó largo rato en el campanario de la iglesia. Los gorriones que la veían pasar comentaban entre ellos: "¡Qué extranjera tan distinguida!". Cosa que a la golondrina la hacía feliz.

Cuando salió la luna volvió donde estaba a la estatua del Príncipe. "¿Tienes algunos encargos que darme para Egipto?" le gritó. "Voy a partir ahora".

"Golondrina, golondrina, pequeña golondrina" dijo el Príncipe, "¿no te quedarías conmigo una noche más?"

"Los míos me están esperando en Egipto" contestó la golondrina. "Mañana, mis amigas van a volar seguramente hasta la segunda catarata del Nilo. Allí, entre las cañas, duerme el hipopótamo, y sobre una gran roca de granito se levanta el Dios Memnón. Cada noche, él mira las estrellas y cuando brilla el lucero de la mañana, lanza un grito de alegría. Después se queda en silencio. Al mediodía, los leones bajan a beber a la orilla del río. Tienen los ojos verdes, y sus rugidos son más fuertes que el ruido de la catarata".
"Golondrina, golondrina, pequeña golondrina" dijo el Príncipe, "allá abajo justo al otro lado de la ciudad, hay un muchacho en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa llena de papeles, y a su derecha, en un vaso, unas violetas están marchitándose. Tiene el pelo largo, castaño y rizado, y sus labios son rojos como granos de granada, y tiene los ojos anchos y soñadores. Está empeñado en terminar de escribir una obra para el director del teatro, pero tiene demasiado frío. No hay fuego en la chimenea y el hambre lo tiene extenuado".

"Bueno, me quedaré otra noche aquí contigo" dijo la golondrina que de verdad tenía buen corazón. "¿Hay que llevarle otro rubí?"

"¡Ay, no tengo más rubíes!" se lamentó el Príncipe. "Sin embargo aún me quedan mis ojos. Son dos rarísimos zafiros, traídos de la India hace mil años. Sácame uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, comprará pan y leña y podrá terminar de escribir su obra".

"Pero mi Príncipe querido" dijo la golondrina, "eso yo no lo puedo hacer". Y se puso a llorar.

"Golondrina, golondrina, pequeña golondrina" le rogó el Príncipe, "por favor, haz lo que te pido".

Entonces la golondrina arrancó uno de los ojos del Príncipe y voló hasta la buhardilla del escritor. No era difícil entrar allí, porque había un agujero en el techo y por ahí entró la golondrina como una flecha. El joven tenía la cabeza hundida entre las manos, así que no sintió el rumor de las alas, y cuando al fin levantó los ojos, vio el hermoso zafiro encima de las violetas marchitas.

"¿Será que el público comienza a reconocerme?" se dijo "Porque esta piedra preciosa ha de habérmela enviado algún rico admirador. ¡Ahora podré acabar mi obra!" Y se le notaba muy contento.

Al día siguiente la golondrina voló hacia el puerto, se posó sobre el mástil de una gran nave y se entretuvo mirando los marineros que izaban con maromas unas enormes cajas del barco. " ¡Me voy a Egipto!" les gritó la golondrina. Pero nadie le hizo caso. Al salir la luna, la golondrina volvió hacia el Príncipe Feliz.
"Vengo a decirte adiós" le dijo.

"Golondrina, golondrina, pequeña golondrina" le dijo el Príncipe. "¿No te quedarás conmigo otra noche?"

"Ya es pleno invierno" respondió la golondrina, "y muy pronto caerá la nieve helada. En Egipto, en cambio, el sol calienta las palmeras verdes y los cocodrilos, medio hundidos en el fango, miran indolentes alrededor. Por estos días mis compañeras están construyendo sus nidos en el templo de Baalbeck, y las palomas rosadas y blancas las miran mientras se arrullan entre sí. Querido Príncipe, tengo que dejarte, pero nunca te olvidaré. La próxima primavera te traeré de Egipto dos piedras bellísimas para reemplazar las que regalaste. El rubí será más rojo que una rosa roja, y el zafiro será azul como el mar profundo".

"Allá abajo en la plaza" dijo el Príncipe Feliz, "hay una niñita que vende fósforos y cerillas. Y se le han caído los fósforos en el barro y se han echado a perder. Su padre le va a pegar si no lleva dinero a su casa y por eso ahora está llorando. No tiene zapatos ni medias, y su cabecita va sin sombrero. Arranca mi otro ojo y llévaselo, así su padre no le pegará".

"Pasaré otra noche contigo" dijo la golondrina, "pero no puedo arrancarte el otro ojo. Te vas a quedar ciego".

"Golondrina, golondrina, pequeña golondrina" le rogó el Príncipe, "haz lo que te pido, te lo suplico".

La golondrina entonces extrajo el otro ojo del Príncipe y se echó a volar. Se posó sobre el hombro de la niña y deslizó la joya en sus manos. " ¡Qué bonito pedazo de vidrio!" exclamó la niña, y corrió riendo hacia su casa.

Después la golondrina regresó hasta donde estaba el Príncipe. "Ahora que estás ciego" le dijo, "voy a quedarme a tu lado para siempre".

"No, golondrinita" dijo el pobre Príncipe. "Ahora tienes que irte a Egipto".

"Me quedaré a tu lado para siempre" repitió la golondrina, durmiéndose entre los pies de la estatua.

Al otro día ella se posó en el hombro del Príncipe para contarle las cosas que había visto en los extraños países que visitaba durante sus migraciones. Le describió los ibis rojos, que se posan en largas filas a orillas del Nilo y pescan peces dorados con sus picos; le habló de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, y vive en el desierto, y lo sabe todo; le contó de los mercaderes que caminan lentamente al lado de sus camellos y llevan en sus manos rosarios de ámbar; le contó del Rey de las Montañas de la Luna, que es negro como el ébano y adora un gran cristal; le refirió acerca de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y veinte sacerdotes la alimentan con pasteles de miel; y le contó también de los pigmeos que navegan sobre un gran lago en anchas hojas lisas y que siempre están en guerra con las mariposas.

"Querida golondrina" dijo el Príncipe, "me cuentas cosas maravillosas, pero es más maravilloso todavía lo que pueden sufrir los hombres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela sobre mi ciudad, y vuelve a contarme todo lo que veas".

Entonces la golondrina voló sobre la gran ciudad, y vio a los ricos que se regocijaban en sus soberbios palacios, mientras los mendigos se sentaban a sus puertas. Voló por las callejuelas sombrías, y vio los rostros pálidos de los niños que mueren de hambre, mientras miran con indiferencia las calles oscuras. Bajo los arcos de un puente había dos muchachos acurrucados, uno en los brazos del otro para darse calor. " ¡Qué hambre tenemos!" decían. " ¡Fuera de ahí!" les gritó un guardia, y los muchachos tuvieron que levantarse, y alejarse caminando bajo la lluvia.

Entonces la golondrina volvió donde el Príncipe, y le contó lo que había visto.

"Mi estatua esta recubierta de oro fino" le indicó el Príncipe; "sácalo lámina por lámina, y llévaselo a los pobres. Los hombres siempre creen que el oro podrá darles la felicidad".

Así, lámina a lámina, la golondrina fue sacando el oro, hasta que el Príncipe quedó oscuro. Y lámina a lámina fue distribuyendo el oro fino entre los pobres, y los rostros de algunos niños se pusieron sonrosados, y riendo jugaron por las calles de la ciudad. "¡Ya, ahora tenemos pan!" gritaban.

Llegó la nieve, y después de la nieve llegó el hielo. Las calles brillaban de escarcha y parecían ríos de plata. Los carámbanos, como puñales, colgaban de las casas. Todo el mundo se cubría con pieles y los niños llevaban gorros rojos y patinaban sobre el río.

La pequeña golondrina tenía cada vez más frío pero no quería abandonar al Príncipe, lo quería demasiado. Vivía de las migajas del panadero, y trataba de abrigarse batiendo sus alitas sin cesar.

Una tarde comprendió que iba a morir, pero aún encontró fuerzas para volar hasta el hombro del Príncipe. " ¡Adiós, mi querido Príncipe!" le murmuró al oído. "¿Me dejas que te bese la mano?"

"Me alegro que por fin te vayas a Egipto, golondrinita" le dijo el Príncipe. "Has pasado aquí demasiado tiempo. Pero no me beses en la mano, bésame en los labios porque te quiero mucho".

"No es a Egipto donde voy" repuso la golondrina. "Voy a la casa de la muerte. La muerte es hermana del sueño, ¿verdad?"
El avecita besó al Príncipe Feliz en los labios y cayó muerta a sus pies.

En ese mismo instante se escuchó un crujido ronco en el interior de la estatua, fue un ruido singular como si algo se hubiese hecho trizas. El caso es que el corazón de plomo se había partido en dos. Ciertamente hacía un frío terrible. A la mañana siguiente, el alcalde se paseaba por la plaza con algunos de los regidores de la ciudad. Al pasar junto a la columna levantó los ojos para admirar la estatua. "

¡Pero qué es esto!" dijo "¡El Príncipe Feliz parece ahora un desharrapado!"

"¡Completamente desharrapado!" reiteraron los regidores; y subieron todos a examinarlo.

"El rubí de la espada se le ha caído, los ojos desaparecieron y ya no es dorado" dijo el alcalde. "En una palabra se ha transformado en un verdadero mendigo".

"¡Un verdadero mendigo!" repitieron los regidores.

"Y hay un pájaro muerto entre sus pies" siguió el alcalde. "Será necesario promulgar un decreto municipal que prohíba a los pájaros venirse a morir aquí". El secretario municipal tomó nota dejando constancia de la idea.

Entonces mandaron derribar la estatua del Príncipe Feliz. "Como ya no es hermoso, no sirve para nada" explicó el profesor de Estética de la Universidad.

Entonces fundieron la estatua, y el Alcalde reunió al Municipio para decidir que harían con el metal. "Podemos" propuso, "hacer otra estatua. La mía, por ejemplo".

"Claro, la mía" dijeron los regidores cada uno a su vez. Y se pusieron a discutir. La última vez que supe de ellos seguían discutiendo.

"¡Qué cosa más rara!" dijo el encargado de la fundición. "Este corazón de plomo no quiere fundirse; habrá que airarlo a la basura".
Y lo tiraron al basurero donde también yacía el cuerpo de la golondrina muerta.

"Tráeme las dos cosas más hermosas que encuentres en esa ciudad" dijo Dios a uno de sus ángeles. Y el ángel le llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.

"Has elegido bien" sonrió Dios, "porque en mi jardín del Paraíso esta avecilla cantará eternamente, y el Príncipe Feliz me alabará para siempre en mi Áurea Ciudad".

Mi Perfil

Mi foto
Asociación
Ver todo mi perfil

Seguidores

Reloj

Calendario

Musica

Total Páginas Visitadas